[EDITORIAL]
No fue un hecho aislado ni casual, aunque fue insólito. Un sábado por la noche en la esquina de Sarandí y Bartolomé Mitre, zona de gran concurrencia y de notable animación en gastronomía y esparcimiento, una señora de más de 60 años caminaba con algunas amigas en medio de mucha gente que recorría el lugar. Sin embargo su paseo fue interrumpido cuando un sujeto (joven, pero mayor de edad, según se supo luego) la golpeó brutalmente varias veces para arrancarle la cartera que llevaba. Una vez consumado el arrebato, el individuo se alejó corriendo hacia la Plaza Independencia ante la conmoción de su víctima y el asombro de quienes presenciaron el episodio.
Entonces ocurrió lo inesperado. Unas treinta personas que no se conocían entre sí, tuvieron una reacción inmediata y comenzaron a perseguir al delincuente. Lo extraordinario es que lo hicieron a lo largo de seis cuadras, hasta que lo atraparon en el cruce de 18 de Julio y Wilson Ferreira Aldunate.
Allí recuperaron la cartera robada y dieron al sujeto una paliza que lo dejó tendido en el suelo y con uno de sus brazos fracturado. Como si el operativo hubiera estado planificado, esas treinta personas se dispersaron y así cuando finalmente llegó la policía sólo encontró en el lugar al ladrón desfalleciente, que fue trasladado al hospital. Un hecho similar sucedió a los pocos días en Rocha.
Mucha gente aplaudirá el gesto de esos treinta ciudadanos al perseguir a un arrebatador y recuperar el objeto robado. Pero ningún observador civilizado podrá aprobar lo que pasó después, que fue un acto de furia colectiva cercano al linchamiento, donde se practicó la justicia por mano propia.
Porque si bien la oleada delictiva está arruinando el marco de seguridad que amparaba a los uruguayos y generando a su paso un clima de miedo e impotencia nada saludable para una sociedad, la reacción de aquellos treinta testigos configuró también un delito de agresión, tan grave como el que pretendieron castigar con su escarmiento, incurriendo en un desplante similar al que los enfureció.
Así no se hace justicia, no se defiende la ley ni se recobra la seguridad perdida. Pero a pesar de todos los reparos que merece el hecho, parece prudente tomarlo -junto al otro episodio de Rocha- como índice demostrativo de los estados de ánimo que la delincuencia está provocando en la población y como barómetro de una paciencia general que va agotándose a medida que el registro cotidiano de delitos asume mayor agresividad, mayor frecuencia, mayor intrepidez y mayor expansión.
Eso es lo que deben medir cuanto antes las autoridades si es que aspiran a que no se multipliquen las reacciones colectivas señaladas, que son producto de la creciente sensación de desvalimiento que sufre la gente, cuya desembocadura puede ser una ferocidad tan progresiva como la embestida delictiva que está incitándola.
Hay que hacer un esfuerzo para imaginar la posición de las autoridades ante el fenómeno de la violencia, que en algunos aspectos debe desbordarlas, sobre todo cuando surgen fricciones entre la fuerza policial y una administración de justicia que no le responde como espera.
Dicho lo cual, no conviene olvidar que esas autoridades tiene la obligación de velar por la seguridad pública en una medida que hasta hoy no se cumple. Justamente por eso las propias autoridades deben hacer por su lado un esfuerzo similar y ponerse en el lugar de los ciudadanos, que -a menudo con riesgo de vida- son agredidos por rapiñeros, copadores o arrebatadores, y que también son víctimas del clima enrarecido que todo ello genera, hasta llevarlos a asumir una actitud difícil de justificar, aunque muy fácil de entender.
Si no se toma en cuenta esa gradual transformación del ánimo de la gente, y si no se atiende en tiempo y forma la gráfica de violencias que ello está produciendo, la consecuencia será cada día más penosa y más cruenta, sin beneficio para nadie y en perjuicio de todos.
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