Héctor Carreto y la utopía de América
Por Aquiles Julián
“Si el espíritu ha triunfado, en nuestra América, sobre la barbarie interior, no cabe temer que lo rinda la barbarie de afuera. No nos deslumbre el poder ajeno: el poder es siempre efímero. Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno de los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía.”
Pedro Henríquez Ureña
Nuestra ignorancia nos mantiene repitiendo los mismos nombres, tapiada la santa curiosidad, el sano interés, en asomarnos a las planicies, selvas, hondonadas, montañas y valles de cualquier literatura nacional vecina. No sólo las altas crestas, también están otros componentes del paisaje sin los que aquellas no serían ni explicables ni justificables.
Alguien me hizo la anécdota de un bien pensante que dijo que él creía en la unidad latinoamericana hasta que viajó por varios de nuestros países y constató los profundos odios y animadversiones que separaban a cada país de sus vecinos, y a veces a una región de la otra en el mismo país. Y todo para vergüenza nuestra. Motes, epítetos, descalificaciones, odios innecesarios, inútiles, suicidas. El espejo de los demás nos refleja y no nos gusta lo que vemos. Y disgustados por el mensaje, matamos al mensajero.
Y sin embargo,… En cada latitud hay tesoros aguardando. Un cambio en la actitud, y el asombro nos invade. Es increíble cuánto nos ignoramos, cuánto nos desconocemos, cuánto perdemos por no aceptarnos y valorarnos.
Debo mucho a la amistad y a la generosidad de escritores amigos, y destaco hoy a uno en particular, Fernando Ruiz Granados, de México. Es un apasionado poeta y promotor cultural, en ambos renglones grande y generoso. Y de él me llega el aporte de este libro del poeta mexicano Héctor Carreto.
A Fernando lo conocí vía ese surtidor esplendoroso de poesía y amistad que es nuestro Alexis Gómez Rosa, voz mayor de la poesía dominicana y latinoamericana. Y con él he mantenido en estos años en que Muestrario de Poesía ha ido engrosando su nómina de poetas publicados digitalmente y compartidos gratuitamente con lectores de los cinco continentes, una fructífera colaboración.
Héctor Carreto es mi contemporáneo. Nació en 1953. Y es autor de una poesía rica en resonancias, que se apoya en el andamiaje de una cultura, la helénica-románica, o greco-romana, misma que compartimos todos los pueblos de origen latino. Apoyándose en ese sustrato cultural, al igual que en el judeo-cristiano, como referencias y también como máscaras que generan un distanciamiento propicio, el poeta canta su realidad, como siempre es el caso. Y lo hace con, talento, picardía y humor sobresalientes.
Humor desacralizante, como el de esa Venus cuyo sexo “huele a sardina”. Poesía que anula banderas, lenguas y tiempos para instalar una bandera única: la cultura; una lengua única: la poesía; un tiempo único: el tiempo del poema, intemporal.
Los conflictos y tragedias, los dramas que los poemas aluden, son, bajo la máscaras del tiempo, los mismos de siempre. Y el poeta los registra, goloso. Viajamos en sus poemas por esa ilusión que es el tiempo. El poeta nos recuerda que nada es perenne, pero que la poesía permanece.
Es una poesía que ríe, que en ocasiona burbujea en el sarcasmo, que parodia, que ironiza y que, sin cesar, desacraliza. Nos invita a una visión desangelada y, a la vez, piadosa, compasiva, de las tribulaciones humanas. En cierto sentido propone una constatación de la verdad expresa en el Esclesiastés, en que Salomón, poeta al igual que su padre David, dice que “no hay nada nuevo bajo el sol” y que todo es “Vanidad de vanidades”. Y sin embargo,…
Nunca mejor la frivolidad que en ese cambio de referentes de su poema “Vanidad de vanidades” en que tendremos periódicamente que sustituir a las divas del momento para que no envejezca, pues el poema permanece más que la nombradía y la belleza de aquellas.
Poesía disfrutable como la que más, nos convida y convoca desde la inteligencia y desde el corazón. Y en no pocos momentos alcanza en mí la gracia de la lograda alegoría de su poema “La Cierva”, ejemplar, en que esa dama elusiva que es la poesía no deja de retarnos, ilesa, “inténtalo de nuevo”.
Catulo y Marcial, la sátira y el epigrama, respiran en sus versos (¡cómo hubiera disfrutado estos versos nuestro Antonio Fernández Spencer!). Y bajo el ropaje greco-latino, que les sirven como máscara que distancia, una mirada irreverente al mundo cotidiano, un diálogo con la vida, un retrato del burócrata de clase media hundido en sus minúsculos afanes de cada día, en esa vida nimia e inútil que le consume la existencia. Un retrato del colapso de los sueños y la adecuación a la medianía, un dejar la existencia en rutinas aplanadoras.
Ya nuestros nombres, Héctor y Aquiles, se habían encontrado antes, mucho antes de que fuesen posibles nuestras existencias. Ellos provienen de un poema fundacional. Allí contendimos. Aquí colaboramos. ¿No es esto acaso un símbolo?
Este poemario de Héctor Carreto, el número 67 de este Muestrario de Poesía se suma con fortuna y mérito a otros dedicados a la poesía mexicana contemporánea, como el No. 28, La lengua de las cosas y otros poemas, de José Emilio Pacheco; el 50, Jardín de Piedra, de Fernando Ruiz Granados; el 59, Elevación de los elementos, de David Huerta; y el 61, Voluntad de luz, de Luis Armenta Malpica. Un rico ejemplo de la fuerza y maestría de la poesía mexicana contemporánea.
Nuestro Pedro Henríquez Ureña, a quien México acogió, donde se casó e hizo grandísimas amistades, habló en una conferencia de La Utopía de América. Y en particular América Latina sigue siendo eso aún: una utopía, un posible que no termina por enrumbarse, concretarse, materializarse. Seguimos de espaldas unos a otros, ventilando viejas inquinas, aireando las mismas maledicencias, los mismos rencores. Y hasta que esa maldad apasionada no sea sustituida por la aceptación, el respeto, el perdón, la humildad, el servicio y la tolerancia, mientras la pasión nos obnubile y ciegue y lo peor de cada comunidad sea lo que esté al mando, nos estaremos empobreciendo ridículamente y sólo veremos la calidad del vecino cuando en Europa y/o Norteamérica la reconozcan.
Cuando leí las páginas que Borges y, sobre todo, Ernesto Sábato dedicaron a Pedro Henríquez Ureña. El reconocimiento que dieron a su calidad humana, intelectual. Cómo enrostraron a sus propias comunidades la cegatería con que lo acogieron, la discriminación de que fue víctima, lo miserable que se mostraron ante el maestro indiscutible, cómo no lo aprovecharon, como tampoco lo hicimos los dominicanos empecinados, como estuvimos, en prosternarnos al tirano y cubrirnos de abyección, entendí que hay dos actitudes vigentes y uno selecciona la suya. Sábato seleccionó la correcta, aunque eso le enajenara afectos o le propiciara críticas y sarcasmos. La América posible, la de la hermandad y la fraternidad, esa es la que quiero. La que se regocija en poemas como los de Héctor Carreto. La que se siente ampliada, completada, enriquecida con las vidas y otras de los demás. La que se apropia de lo mejor de toda la tradición universal, como lo hicieron prohombres como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges. La comprometida con ideales de democracia, tolerancia, libertad y justicia social, todos posibles. La otra ni me interesa ni me enorgullece. El estar acusando a pueblos vecinos de nuestras situaciones en nada nos hace mejores. Más bien, nos envilece. Mientras el locus de control sea ajeno a nosotros, estaremos renunciando a cambiar nuestras realidades. El espíritu tiene todavía la ardua tarea de vencer “la barbarie interior”. Esa que mora en nuestro interior.
Es tiempo de ser parte de esa utopía y de irla realizando en los hechos.
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