Aunque la palabra resulte un poco fuerte, todos hemos tenido un canalla en nuestras vidas (el diccionario lo define como “Persona despreciable y de malos procederes”). Se trata de la persona que más intenta destacar mientras somos adolescentes, cuando luchamos para cimentar nuestras identidades, nuestros sueños, nuestro lugar en el mundo. Entonces, nos asaltan las dudas sobre lo que debe hacerse, y de repente, ahí está el canalla: él es siempre el líder, el que se cree más atractivo, más inteligente, más capaz de enfrentar los desafíos del futuro.
Para mantenerse en esta posición, ataca nuestra autoestima: quiere hacernos creer que somos feos y sosos, que no tenemos futuro, y que todos deberíamos vernos reflejados en él y en su manera de liderar la pandilla del barrio (o del edificio, o de la urbanización). En el caso de los chicos, normalmente se impone por su fuerza bruta o por comportarse como un “listillo”, como si supiese más que el resto del mundo. En el caso de las chicas, es siempre la que parece atraer las miradas de todos los hombres, ser invitada a todas las fiestas, y estar siempre más elegante.
El canalla (tanto femenino como masculino) nos mira con cierto aire de superioridad, y procura dictar las normas del grupo. Sin duda, su conducta nos intimida, no sabemos qué hacer, y terminamos dejando que nos guíe durante algún tiempo. Aunque no lo sepamos, le estamos dando al canalla el poder que no tiene ni merece, y éste será el único momento de su vida en el que su luz llegará a brillar, efímera. Pero esto forma parte de nuestro aprendizaje, pues mediante este proceso desarrollamos nuestras defensas para el futuro.
Y crecemos. Poco a poco, cada uno va tomando sus caminos, el grupo de la adolescencia se disuelve, y el canalla desaparece, aunque sigamos conservando su imagen de belleza, sabiduría, liderazgo, elegancia, fuerza y superioridad.
Todos nosotros, durante este importante rito de pasaje que es la adolescencia, pusimos a prueba nuestros valores fundamentales... a excepción del canalla. Mientras sufríamos el desprecio, la inseguridad, o la fragilidad, él se mantenía al margen: a fin de cuentas, ¡era nuestro(a) líder! No tuvo que atravesar las difíciles y amargas horas que los demás vivimos ciertas noches en vela y tantos días de lluvia.
Cierto día, una vez adultos, se nos ocurre reencontrar a nuestros amigos de juventud. Organizamos una reunión, generalmente en un restaurante, adonde todos acuden con sus mujeres o maridos. Nada mejor que sentarse a una mesa con buenos platos y buen vino, y recordar un poco los años en los que se forjaron todo lo que somos hoy.
El canalla aparece, normalmente también casado(a). A todos nos interesa saber cómo le ha ido en la vida: aún existe cierta fascinación y deslumbramiento por esa actitud de plena confianza en sí mismo. ¿Adónde llegó ése a quien envidiábamos y admirábamos secretamente?
La primera sorpresa es que el canalla no llegó a ninguna parte. Mejor dicho, pudo dar un paso, o dos, con cierto éxito, pero inmediatamente la vida fue implacable con su arrogancia: el mundo de los adultos es bastante diferente de aquél en el que vivimos nuestra juventud.
Pero al canalla aún le resta un último refugio: su grupo de la adolescencia. Y como piensa que el mundo no giró durante este tiempo, quiere revivir sus momentos de gloria. Al principio de la cena, parece que volvemos al pasado, pero muy pronto comprendemos que él fue apenas un instrumento para que pudiéramos crecer. Después de algunos tragos de alcohol, vemos al canalla replegado, intentando probar una fuerza que ya no existe, pensando que aún creemos que sigue siendo el líder de todos nosotros.
Nosotros sonreímos, confraternizamos con todos, pagamos la cuenta, y salimos con la impresión de que el canalla tomó el camino equivocado. Pensamos: “Esta persona lo tenía todo para que le fuera bien en la vida, pero no lo consiguió”.
Todos nosotros hemos tenido un canalla en nuestras vidas. Menos mal.
www.warriorofthelight.com
Copyright @ 2007 by Paulo Coelho
Para mantenerse en esta posición, ataca nuestra autoestima: quiere hacernos creer que somos feos y sosos, que no tenemos futuro, y que todos deberíamos vernos reflejados en él y en su manera de liderar la pandilla del barrio (o del edificio, o de la urbanización). En el caso de los chicos, normalmente se impone por su fuerza bruta o por comportarse como un “listillo”, como si supiese más que el resto del mundo. En el caso de las chicas, es siempre la que parece atraer las miradas de todos los hombres, ser invitada a todas las fiestas, y estar siempre más elegante.
El canalla (tanto femenino como masculino) nos mira con cierto aire de superioridad, y procura dictar las normas del grupo. Sin duda, su conducta nos intimida, no sabemos qué hacer, y terminamos dejando que nos guíe durante algún tiempo. Aunque no lo sepamos, le estamos dando al canalla el poder que no tiene ni merece, y éste será el único momento de su vida en el que su luz llegará a brillar, efímera. Pero esto forma parte de nuestro aprendizaje, pues mediante este proceso desarrollamos nuestras defensas para el futuro.
Y crecemos. Poco a poco, cada uno va tomando sus caminos, el grupo de la adolescencia se disuelve, y el canalla desaparece, aunque sigamos conservando su imagen de belleza, sabiduría, liderazgo, elegancia, fuerza y superioridad.
Todos nosotros, durante este importante rito de pasaje que es la adolescencia, pusimos a prueba nuestros valores fundamentales... a excepción del canalla. Mientras sufríamos el desprecio, la inseguridad, o la fragilidad, él se mantenía al margen: a fin de cuentas, ¡era nuestro(a) líder! No tuvo que atravesar las difíciles y amargas horas que los demás vivimos ciertas noches en vela y tantos días de lluvia.
Cierto día, una vez adultos, se nos ocurre reencontrar a nuestros amigos de juventud. Organizamos una reunión, generalmente en un restaurante, adonde todos acuden con sus mujeres o maridos. Nada mejor que sentarse a una mesa con buenos platos y buen vino, y recordar un poco los años en los que se forjaron todo lo que somos hoy.
El canalla aparece, normalmente también casado(a). A todos nos interesa saber cómo le ha ido en la vida: aún existe cierta fascinación y deslumbramiento por esa actitud de plena confianza en sí mismo. ¿Adónde llegó ése a quien envidiábamos y admirábamos secretamente?
La primera sorpresa es que el canalla no llegó a ninguna parte. Mejor dicho, pudo dar un paso, o dos, con cierto éxito, pero inmediatamente la vida fue implacable con su arrogancia: el mundo de los adultos es bastante diferente de aquél en el que vivimos nuestra juventud.
Pero al canalla aún le resta un último refugio: su grupo de la adolescencia. Y como piensa que el mundo no giró durante este tiempo, quiere revivir sus momentos de gloria. Al principio de la cena, parece que volvemos al pasado, pero muy pronto comprendemos que él fue apenas un instrumento para que pudiéramos crecer. Después de algunos tragos de alcohol, vemos al canalla replegado, intentando probar una fuerza que ya no existe, pensando que aún creemos que sigue siendo el líder de todos nosotros.
Nosotros sonreímos, confraternizamos con todos, pagamos la cuenta, y salimos con la impresión de que el canalla tomó el camino equivocado. Pensamos: “Esta persona lo tenía todo para que le fuera bien en la vida, pero no lo consiguió”.
Todos nosotros hemos tenido un canalla en nuestras vidas. Menos mal.
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