En las noches montevideanas, cada vez más oscuras, se siente la respiración de la ciudad. Es como un enorme animal que se retuerce, se encarama en los montes y se queja con gritos sordos y amenazantes.
Con la luz del día, miramos cómo los ranchos crecen y crecen cada vez más, como hongos que se tambalean. Mientras tanto, la ciudad humea, repleta de vehículos detenidos en interminables colas que no llegan a ninguna parte. Hay violencia, insultos, discursos. Y la señora que "detenta" el cargo de Intendente nos mira desde arriba del palacio municipal, como un alma especial y superior, y hasta inteligente.
La ciudad es una hembra perforada de humedades, huecos y misteriosas cavernas, que amenaza con devorarnos. Todos los días desaparece algún carro en los abismos de asfalto que se abren de pronto en cualquier calle.
La ciudad se desdobla en sus esquinas más oscuras. Es allí donde habitan los malabaristas que juegan en los semáforos, los ni-ni acuclillados que extienden sus desoladas manos, los niños que duermen en cartones, los indigentes de ojos desorbitados que nos interrogan como ángeles caídos. También hay esquinas habitadas de monstruos. Seres tenebrosos que roban, matan y vagan por la ciudad, perseguidos por las drogas.
Y sobre todo están las alcantarillas, que son el espejo de la Intendencia comunista. Las que tragan incautos que pisan sus tapas rotas. Innumerables cuerpos que caen y se atascan en las fétidas cloacas bajo las calles.
Sólo algunas personas sobreviven. Amoratados y mutilados, los sobrevivientes de las alcantarillas municipales a veces emergen de las profundidades, aterrorizados. Se les reconoce por su andar incierto y porque vagan como fantasmas por la ciudad, mirando siempre el piso, esquivando rejillas y tapas de acero, sin levantar jamás la vista de la acera, no sea cosa que la perversa ineficiencia municipal los devore nuevamente.
El otro día tropecé con uno de estos seres. Recién salido de un hueco, se me acercó cojeando y chorreando pestilencia. Me contó que nadie lo escuchó gritar. Que se creyó en el infierno y compartió los suspiros, llantos y gritos de otros montevideanos condenados a sufrir la perversidad municipal. También oyó las palabras de dolor, insultos, bramidos de ira y lejanas voces de la gente en las calles. Vio al fantasma de Dante, que lo ayudó a salir. Y ahora que está afuera, ya no está muy seguro de si el infierno queda arriba o abajo de la alcantarilla.
Jorge Azar - Gómez
Ex-presentante de Uruguay ante ONU
Mail: azargomezjorge@gmail.com
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