domingo, 8 de junio de 2008

Opiniones de Página 12

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/104507-32875-2008-05-20.html

El debate sobre el Gobierno y el lockout

La etapa, el carácter del Gobierno, el rol de los intelectuales, el modelo de país, el lockout de los productores agropecuarios, la izquierda, posibilismos y esquematismos son algunos de los ejes del debate que intenta una mirada desde la cultura sobre el proceso político a partir del conflicto agropecuario.

Opinión

Algunas aclaraciones necesarias

Por Eduardo Grüner *

El jueves 15 este diario publicó el texto completo de la llamada “Carta Abierta/1”, un importantísimo documento sobre la actual situación política nacional, emitido por centenares de intelectuales y que fuera presentado el martes anterior en una multitudinaria conferencia de prensa en la librería Gandhi. Nombrando a algunos de los firmantes de dicha carta, el diario consigna, equivocadamente, mi nombre. Es un error perfectamente comprensible, dado que estuve presente en la mencionada presentación y, sobre todo, que me he solidarizado plenamente con el movimiento político-cultural que la carta representa y cuya emergencia considero un acontecimiento histórico de enorme trascendencia en los momentos actuales.

Sin embargo, me siento en la obligación –puramente individual y que no tiene por qué interesar a nadie más: si la hago pública es simplemente porque el error también lo fue– de aclarar brevemente las razones por las cuales en su momento tomé la (difícil) decisión de no firmar el documento, al mismo tiempo de manifestar, repito, mi solidaridad con, y mi pertenencia a, el colectivo que originariamente lo concibió. Como suele sucederles, para bien o para mal, a los que escriben, esas razones pueden reducirse a lo que suele llamarse “una cuestión de palabras”: en el último párrafo de la carta se postula el espacio creado como una “experiencia que se instituye como espacio de intercambio de ideas, tareas y proyectos, que aspira a formas concretas de encuentro, de reflexión, organización y acción democrática con el Gobierno y con organizaciones populares para trabajar mancomunadamente, sin perder como espacio autonomía ni identidad propia”. Por un prurito quizá desmedido y, de nuevo, puramente personal (aunque, ya se sabe: es cada vez menos fácil separar lo personal de lo político), concluí que no estaba en condiciones de suscribir la idea de trabajar mancomunadamente con el Gobierno. Es notorio –si bien, una vez más, no tiene por qué interesarles a otros– que mi posición es crítica hacia lo que, en una nota anterior publicada en este mismo medio, llamé las “opciones estratégicas” (sin eufemismos: las políticas de fondo, indiscernibles de una posición ideológica) hasta ahora adoptadas por el Gobierno respecto de cuestiones como un modelo estructural de redistribución del ingreso, cuestiones en las que aún un gobierno “burgués” (me inhibo ahora de agregar “reformista” para no volver a dar lugar a un debate que en estas circunstancias estimo postergable) podría haber profundizado mucho más de lo que lo ha hecho éste, con mucha mayor consecuencia con sus propios enunciados –y, por supuesto, no haberlo hecho es ya la primera, y fundante, de esas opciones estratégicas, de la cual se derivan casi todas las demás críticas de las que el Gobierno se hace pasible, y que el documento de marras, por cierto, no ahorra–.

Pero también es notorio que mi opinión es que el “mal mayor”, en esta precisa coyuntura histórica, viene de otro lado (sin que ese “otro lado” permita muchas veces, lo admito, trazar una frontera nítida con el “campo” –con perdón de la palabra– del Gobierno). Y eso, si es que todavía hay que aclararlo, no significa, como se nos ha imputado, adoptar ninguna estúpida dialéctica del “mal menor”, ni mucho menos descansar resignadamente en alguna clase de “posibilismo”. Es, todo lo contrario, y para citar una formulación clásica, hacer “el análisis concreto de la situación concreta”. Respecto de esto, el espíritu de la Carta Abierta no puede ser más claro: su movimiento principal no es en defensa del Gobierno –¿qué poder real podría tener un grupo de intelectuales para ello, aun cuando ésa fuera su voluntad?–, sino en defensa propia. Y en defensa de una democracia (que precisamente en su defensa debe ser sometida al más riguroso análisis crítico), y sobre todo de una sociedad, potencialmente amenazada más allá de este gobierno. La operación “destituyente” de la que habla la carta se ha desplazado hacia y se ha concentrado en el Gobierno, por ahora, porque la sociedad en su conjunto –comprensiblemente, en vista de la confusión reinante– está casi totalmente desmovilizada (y eso también es responsabilidad del Gobierno). Pero –independientemente de que en esta coyuntura el Gobierno aparezca como el “blanco” inmediato– es una operación contra la sociedad, y muy particularmente contra las clases subordinadas, que como de costumbre son las rehenes pasivas del conflicto: lo que se quiere “destituir”, arrancar de cuajo antes de que la propia crisis obligue por fin a la sociedad a asumir autónomamente una posición, es justamente un generalizado y radical debate público que, produciendo un salto cualitativo sobre las apariencias inmediatas de la crisis, ponga de una vez por todas en cuestión el famoso “modelo de país” que la sociedad argentina quiere y necesita. Esa es la “batalla cultural” a la cual la Carta Abierta, si la interpreto bien, se propone modestamente contribuir e impulsar. Porque si los poderes reales que están por detrás del “movimiento campestre” son un “mal mayor” es porque ellos sí –sin dejar de lado los confundidos que se han aliado circunstancialmente a esos poderes por las más variadas razones– tienen perfectamente claro qué modelo quieren. Y si el Gobierno es cómplice de eso, o si su diferencia con el modelo de los poderes no es lo suficientemente nítida, o lo que sea, es desde luego un tema que puede y debe ser discutido como parte de la “batalla”. Pero, ¿vamos a caer en la trampa –muy astutamente armada por la “agenda comunicacional” de esos poderes, y sin que el Gobierno la haya desmentido verdaderamente– de creer que a esta altura el problema central sigue siendo el fácilmente solucionable detalle “técnico” de las retenciones móviles a las ganancias ultraextraordinarias de los grupos concentrados “polirrubro” (y no sólo sojeros), a cuyo crecimiento, hay que decirlo, contribuyeron las opciones estratégicas gubernamentales?

Es necesario desplazar el eje para hacerlo chocar con lo que es, hoy, ahora, la fractura básica: o la sociedad –y sobre todo sus sectores más oprimidos, víctimas principales de todo esto– tienen algo que decir, y en voz bien alta, o no. Si es “no”, más vale que nos ocupemos de otra cosa. Pero si tenemos la mínima esperanza de que sea “sí”, hay que asumir la responsabilidad de ocupar algún lugar, por pequeño que sea, en la construcción, para empezar la del lenguaje, que esa esperanza supone, sin incurrir en las mezquindades narcisistas supuestas por el temor de que alguien nos confunda con un color político que no es el nuestro. Esto es, me parece, lo que dice la Carta Abierta. Y ésta es la razón por la que se puede adherir al movimiento que la ha propuesto –y en cuyo seno, al que escribe esto le consta del modo más inequívoco, se discute con la más absoluta libertad y autonomía: la prueba está en que ese movimiento tiene entre sus lugares constitutivos precisamente el de aquéllos que sin firmar, están–, ya sea que se la haya firmado o no por algún matiz político a preservar. Finalmente, no es una firma más o menos de un intelectual del montón (un montón que por suerte ha logrado por fin reunirse) lo que va a decidir el rumbo con el que se saldrá –o no– de esta crisis: ese rumbo lo va a decidir la sociedad, o lo va a decidir el poder polirrubro. El resto –como hubiera dicho un principito dinamarqués– es silencio. O puro sonido y furia.

* Sociólogo, ensayista, profesor de Teoría política y de Sociología del arte (UBA).

Opinión

Exigir, ¿desde dónde?

Por Gonzalo Barciela *

El 16 de abril, Eduardo Grüner publicó un artículo, titulado “¿Qué clase(s) de lucha es la lucha del ‘campo’?”. En este entendimiento, Grüner provoca un desplazamiento no menor, porque obliga, al menos, a deshacerse de ciertas respuestas fáciles o mecánicas y a comenzar a involucrar matices en la caracterización de la etapa. Atilio Boron publicó una respuesta cuyo núcleo central se organiza en torno de la crítica de la condición “reformista” del Gobierno, término a partir del cual Grüner adjetiva el carácter de la etapa kirchnerista. Es este artículo en particular el que convoca estas líneas. Como enseñaba Carlos Olmedo, existen dos formas de encarar una respuesta. Una consistiría en rebatir punto por punto el escrito de Boron, agotando su contenido. La otra (que es la propia del fundador de las FAR y que hacemos nuestra), propone un análisis del ensayo en cuestión, a la luz de la concepción que lo inspira. El problema es el cómo es de lo que es. Alguien apresurado se referiría a la historicidad de las cosas de este mundo. El inconveniente es el modo de ser histórico de éstas. Ilustremos este punto a partir del razonamiento que Boron nos propone. Mediante un ejercicio comparativo, se contrasta la actual gestión con la primera década peronista, pasando revista a una serie de medidas, tanto de uno como de otro gobierno, arribándose a la siguiente conclusión: “Creo que lo anterior demuestra con claridad que no hay ‘reformismo burgués’. ¡Ojalá lo hubiera! No porque el reformismo satisfaga mis esperanzas, sino porque al menos nos posibilitaría avanzar unos pocos pasos en la construcción de una verdadera alternativa, es decir, una salida post capitalista a esta crisis sin fin en que se debate la Argentina”.

¿Dónde radica nuestra discrepancia? En primer lugar, nuestro principal contendor es la teleología, la causalidad finalista, y el pensamiento sustancialista que alimenta la reflexión de Boron. Más de 2500 años de filosofía nos enseñan que las cosas se definen por su sustancia y que el resto son sus accidentes, es decir, que Kirchner igual burgués, igual capitalismo, igual nada cambia, lo demás es ropaje. En una palabra, si calificamos a Kirchner como burgués, éste no es un simple adjetivo, sino un concepto que contiene en sí mismo toda su realidad. En buen castellano, nada de lo que haga este gobierno dejará de hacerlo burgués. En el mejor de los casos será reformista, pero no es más que un accidente de la sustancia “burgués”. No hay lugar para la emergencia de lo nuevo, todo residuo de alteridad es subordinado a la plena realidad del concepto “burgués” y todo cambio no es más que una suerte de despliegue lógico de lo “otro” en lo “mismo”, “burgués” será “burgués”.

Este juicio de valor está habilitado por la posesión de una episteme, una ciencia, que estructura un continuum diacrónico. Todo el problema de los análisis sería el de comprender en qué etapa estamos, es decir, dónde colocarnos en esa escala del máximo y el mínimo. El problema principal aquí es que la especificidad de la situación histórico-social se subordinaría a su categorización, a partir del decálogo de términos previstos en esa disposición que no es sólo cronológica, sino lógica, es decir, que el proceso político social está gobernado por una única y férrea ley. La conclusión de esto es que la acción política es reducida a un acto de conocimiento que estrecha al extremo los márgenes de indeterminación o incertidumbre del acaecer histórico social, decretando a priori del destino de nuestro devenir, por supuesto con mayor o menor grado de previsibilidad. Lo importante es que la proyección de la acción política es vista como un apéndice, mientras maduran las “condiciones objetivas” y éste madurar se objetiva a partir de aquel conocimiento.

¿Por qué a muchos nos recorrió una sensación de incomodidad, inquietud, bronca, indignación ante la revuelta pastoril? Por qué Eduardo Grüner nos advierte, con extrema lucidez, que “si la derecha gana, se habrá creado un peligroso antecedente de deslegitimación de la intervención del Estado en la economía y esto impediría, o al menos obstaculizaría gravemente, que este gobierno (si es que en algún momento reorienta sus opciones estratégicas) o cualquier otro futuro, sí utilizara las retenciones u otras medidas semejantes con fines redistributivos. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, una parte nada despreciable de la sociedad habrá completado un enorme giro a la derecha del cual difícilmente habrá retorno. La situación obliga, a todo el que sienta una mínima responsabilidad, a sentar con la mayor nitidez posible una posición”.

Lejos de abrevar en el posibilismo, éste es el gesto máximo de subjetivación política, en el sentido mismo de hacer nuestras las condiciones históricas en las que estamos arrojados; el asumir la situación que nos interpela, sin esquivarla echando mano del escepticismo ilustrado, que subestima todo presente en nombre del porvenir.

Reacia su aprehensión en las garras del marxómetro, la situación está surcada por los antagonismos que se ordenan en ella y a partir de los cuales cobra forma. En esa línea de demarcación, del lado del “gobierno” no revistan tan sólo ministros y consortes, sino también fuerzas sociales nacidas al calor de la confrontación al modelo neoliberal. Si algo ha estado ausente del debate campo-Gobierno, son los sujetos que transitan y actúan la correlación de fuerzas. Y esta responsabilidad le cabe al gobierno que subestima la herramienta de la participación popular, que no es una alquimia que todo lo puede, sino un instrumento de apropiación por las mayorías del escenario público. Y si esa polaridad molesta, para muestra basta un botón. ¿Alguien puede explicar por qué toda oposición a este gobierno se organiza por derecha? Que algo está en juego es percibido por muchos. No hace falta decir que esto no es un llamado al seguidismo. El mismo Boron señala: “No es un tema de chicanas, sino de exigirle al Gobierno que haga lo que debe hacer”. Coincido en que se trata de exigir y la pregunta es ¿desde dónde? ¿Desde una posición de absoluta exterioridad? ¿O desde la acción organizada que tiene lugar en una escenario donde una serie de demandas comparten un espacio discursivo común con este Gobierno?

* Instituto de Investigaciones sociales, económicas, políticas y ciudadanas (Isepci).

Opinión

La ilusión y la realidad

Por Atilio A. Boron *

Días atrás, Mario Toer publicó una nota (Página/12, 6 de mayo de 2008) en la cual criticaba acerbamente mi negativa a considerar al gobierno de Kirchner, el anterior y el actual, como “reformista”. Toer me reprochaba por mi “voluntarismo”, que no tenía en cuenta la correlación de fuerzas existente que imponía límites aparentemente infranqueables a la voluntad transformadora del actual gobierno. También recordaba, con razón, mis juicios vitriólicos sobre los gobiernos de Lula y Tabaré Vázquez.

Enojado por mi intransigencia, Toer me enrola en las filas de una legión: la del “marxismo para radiólogos” (¿?) o las del “club electoral del cero coma (0,)”. Estas sectas se caracterizarían por su fanática adhesión a “dualidades simplistas” como “burgueses y proletarios” y “reforma o revolución”, arcaicas minucias que para Toer carecen de todo interés. Producto de mi enfermiza afición por estos simplismos sería la ceguera que me impide percibir los enormes y persistentes esfuerzos realizados por este gobierno y el anterior para “construir un proyecto nacional-popular”. Si éste aún no se ha concretado, no ha sido por falta de una férrea voluntad transformadora de las autoridades, sino porque, según mi crítico, “las mayorías no han bregado con ardor” para lograr ese objetivo. De un plumazo la resistencia social a las políticas instauradas por el menemismo y las luchas sociales que se desplegaron a lo ancho y a lo largo de la Argentina en estos últimos años reclamando mejores salarios, servicios públicos dignos y eficientes, la reconstrucción de la salud y educación públicas, controles efectivos sobre los oligopolios, protección ambiental, derechos humanos, salud reproductiva, transparencia administrativa e idoneidad en el manejo de la cosa pública fueron apenas una ilusión. La conclusión de este disparate –según el cual no fue el partido gobernante el que flaqueó en el empeño reformista que Toer y otros generosamente le atribuyen, sino que las culpables de esta frustración fueron las víctimas del neoliberalismo, que rehuyeron el combate requerido para promover las reformas– es que “lo que hay es bastante más de lo que veníamos mereciendo”.

Conclusión conservadora, si las hay, porque: ¿cómo es posible afirmar que las clases y capas populares no merecen más que las migajas que reciben de un país cuya economía lleva más de cinco años creciendo a tasas chinas?, ¿qué tendría que haber hecho este pueblo para “merecer más”? Se pueden decir muchas cosas de él, menos que no ha luchado con abnegación en pos de reivindicaciones que, en su conjunto, configuran una agenda claramente reformista que el Gobierno no quiso (¿o no pudo?) reconocer. Aun así, ¿por qué ese innegable impulso “desde abajo” no alcanzó para inclinar a la Casa Rosada a adoptar políticas reformistas?

No quiero aburrir al lector señalando, por enésima vez, todos los cambios que habrían mejorado la calidad de vida de los argentinos si hubiera existido ese fantasmagórico proyecto “nacional y popular” que vibra en la imaginación de tantos admiradores del Gobierno. Y que no se nos diga que esas reformas son inviables en la era de la mundialización: ¿cómo pudo Evo Morales recuperar para la nación el patrimonio hidrocarburífero y las telecomunicaciones de Bolivia o diseñar un esquema de pensión universal para toda la población de la tercera edad, o retirarse del Ciadi, el tramposo tribunal creado por el Banco Mundial para que las transnacionales pongan de rodillas a las naciones?; ¿cómo pudo Hugo Chávez liquidar el analfabetismo y garantizar la atención médica de toda la población, un lujo que una buena parte de los argentinos no se puede dar? Si Bolivia y Venezuela pudieron, ¿por qué no pudo la Argentina?

Flaco favor le hace al Gobierno aquel que cree ver en él esa voluntad de cambio y les achaca la frustración de ese proyecto a los pocos merecimientos del pueblo o, como dice Toer más adelante, a la “debilidad del campo popular”. La conclusión que extrae de este (erróneo) diagnóstico es que hay que proteger y fortalecer al Gobierno, “sin seguidismos, con imaginación, con pensamiento crítico, pero con generosidad y sin petulancia”.

Pero, precisamente, para no caer en las aparentemente irresistibles tentaciones del “seguidismo” sería importante que Toer se preguntara: ¿protegerlo y fortalecerlo para hacer qué? ¿Dónde están las señales concretas que anuncian la existencia de un proyecto reformista en la Casa Rosada? Aun sus voceros que presumen tener la vista de un lince han sido incapaces de balbucear siquiera los rudimentos de esa agenda de reformas: su máxima hazaña en este terreno fue denunciar que si CFK fracasa en sus empeños reformistas vendría la derecha. Argumento débil porque, en el terreno estricto de lo económico, la derecha ya vino, hace rato, y ni este gobierno ni el anterior dieron la menor muestra de incomodidad ante su llegada. ¿Cuáles fueron las decisiones adoptadas para desmontar la funesta herencia de los noventa? ¿Qué iniciativas se tomaron para recuperar el patrimonio nacional rematado a precio vil, para reconstruir el Estado y para sentar las bases de un modelo económico alternativo? ¿Qué se hizo para liquidar la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz o el régimen petrolero instaurado por el menemismo y bendecido por la Constitución de 1994, de la cual tanto el anterior presidente como su sucesora fueron sus redactores? ¿Qué se hizo para impedir y revertir la feroz extranjerización de la economía argentina, propia de una república bananera de comienzos del siglo veinte?

Calificar de burgués a un gobierno que pese a sus encendidos discursos continúa amparando y realimentando el modelo neoliberal constituye la estricta aplicación de un criterio científico de análisis social. Por eso decía Grüner con razón que no estamos ante una batalla entre dos “modelos de país”, porque el modelo del Gobierno no es sustancialmente distinto al del “campo”. Esto puede disgustarle a Toer, pero la realidad no se evapora porque sea molesta para algunos. Caracterizar al gobierno actual, en cambio, como la encarnación de un proyecto “nacional y popular” no es otra cosa que la proyección de un deseo largamente acariciado por el progresismo, una peligrosa confusión entre deseo y realidad. Esto puede tener un efecto terapéutico catártico, pero al precio de caer en una trampa en donde el fantasma de una derecha “que se puede venir” impide visualizar la derecha que ya está, y que no es amenazada por el Gobierno. Toer debería reflexionar sobre las razones por las que si el pueblo está desorganizado y desmovilizado el Gobierno no hace nada para organizarlo y movilizarlo. ¿O tal vez creerá que el renacimiento del PJ, bajo el liderazgo de Néstor Kirchner, podrá obrar ese milagro? Toer cree, en su autoengaño, que el pueblo no se organiza por el inmenso poder que concentra esa “pléyade de eternos candidatos a ‘directores técnicos’ que se la pasan diciendo lo que habría que hacer y nunca ganaron un partido con un club de barrio”. Personajes bien raros éstos, que malgastan el inmenso poder que Toer les atribuye para mantener desorganizado al campo popular en vez de acelerar su organización y así conquistar el poder. Pero, ¿qué decir del papel de la multitud de resignados “posibilistas” y oportunistas que optaron por convertirse en directores técnicos o asesores de sucesivos gobiernos que perpetuaron un modelo económico insanablemente injusto, opresivo y predatorio?

* Director PLED, Programa Latinoamericano de Educación a Distancia en Ciencias Sociales.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-103630-2008-05-06.html

De cómo avanzar hacia las reformas que se reclaman

Por Mario Toer *

La nota con la que Atilio Boron (la semana pasada, en Página/12) establece sus diferencias con Eduardo Grüner, negándole al gobierno el status de “reformista”, resulta muy oportuna para resaltar un error bastante generalizado en algunos sectores de la intelectualidad que, a pesar de su versatilidad e información, siguen analizando la vida política sin poner en el centro a quienes son los verdaderos protagonistas. Resulta frecuente así, desde el propio deseo e incluso una loable impaciencia por alcanzar un mundo más justo, recriminar y suponer inconsecuencia en los liderazgos y gobiernos que no alcanzan a llevar a cabo transformaciones sustanciales en pos de la larga lista de objetivos insatisfechos de los que Boron, justo es decirlo, presenta un pormenorizado registro. Es así que, entonces, para Boron y otros, no sólo el gobierno de los K resulta reprobado (y a diferencia de Grüner, indefendible) sino que otro tanto ocurre con los gobiernos de Lula y Tabaré, como lo sostiene en otros escritos, por de pronto. (Digamos sólo de paso que no es lo mismo producir cambios en la estructura económica de un país que nunca contó con una burguesía que fuera algo más que un parásito y otra, llevarlo a cabo en otro donde alcanzó o cuenta con alguna relevancia.)

El error más evidente se establece entonces al enjuiciar la falta de voluntad para llevar a cabo tales reformas, al menos, perdiendo totalmente de vista que la disposición subjetiva de liderazgos y gobernantes se encuentran subordinadas a la relación de fuerzas que existe entre los protagonistas sustantivos, las clases y sus agrupamientos, el campo popular y el de sus enemigos. Un liderazgo debe tener la audacia suficiente para impulsar las demandas populares, pero si pretende innovar por propia inspiración, lo más probable es que entre en el terreno de la aventura.

Sin duda que Carlos Marx desplegó una radiografía decisiva del modo de producir capitalista. El problema ha sido que en nuestro tiempo sobrevive una suerte de “marxismo para radiólogos”, que en cualquier rincón del planeta hacen desfilar a un escuálido esqueleto, sin entrañas, ojos, ni cabellera y dictaminan sobre la índole “burguesa” o “proletaria” de unos y otros, ante una generalizada indiferencia que los condena a no alcanzar el uno por ciento de los votos para sus inalteradas propuestas.

Boron presume que no forma parte de esa legión, pero a veces resulta costoso diferenciarlo (Grüner también quiere tomar distancias, y en parte lo logra, quizá por la “generosidad” que Boron le atribuye). Por suerte el pensamiento no se ha coagulado en esa versión libresca y poco imaginativa que podía ser considerada con indulgencia un siglo atrás. Y hubo entonces quienes pudieron discernir alianzas que no se quedaban en la dicotomía clásica y por tanto pudieron gravitar en la historia (aunque se los acusara de postular “sumas algebraicas” al querer unir a obreros y campesinos). Después fue Gramsci quien con elocuencia nos propuso discernir la lucha política a partir de los bloques que se constituyen y se contraponen, pugnando por construir una hegemonía que le dé consistencia al término que queremos ver avanzar y primar, más allá de pasajeras indignaciones, para que sea posible constituir un orden nuevo. Y si de hegemonías se trata, pareciera que lo tiene mucho más claro la derecha que algunos profesores que se proclaman neutrales. Las clases tienen carne y hueso, tradiciones y adhesiones, y no se definen tan sólo por el lugar que ocupan en el proceso productivo.

Ningún liderazgo, ningún gobierno pueden hacerle la revolución a un pueblo ni tampoco sorprenderlo con una considerable lista de reformas por las que las mayorías no han bregado con ardor. De más está decir que los tiempos de la mundialización no son los de la inmediata posguerra, con los que Boron pretende hacer un contrapunto un tanto espurio. Si este gobierno, como Boron reconoce en un alarde de generosidad, ha llevado adelante el programa de las organizaciones de derechos humanos hasta límites insospechados, se debe a que ha podido ser un fiel intérprete del profundo clamor, instalado por una perseverante y larga lucha de estos organismos, que han convertido ese programa en patrimonio cultural de nuestro pueblo (atribuirle responsabilidades al Gobierno en la desaparición de López creo que excede el marco de un debate con altura).

El otro reconocimiento de Boron, el haber frenado al ALCA y aportado a un viraje en política exterior (yo diría que, a pesar de que no es poco, no ha sido sólo eso), no hubiera sido posible si ese clamor (al que Boron contribuyó a gestar) no se hubiera extendido por todos los países del Atlántico y madurado en encuentros solidarios entre todos los mandatarios de la región. Creo que hay que agregar el claro desafío a las prédicas divisionistas que implacablemente difunde la derecha con la intención de aislar a Chávez y Morales (curiosamente confluyentes con las diferenciaciones de exigentes censores presuntamente de izquierda), el fortalecimiento de los lazos con el Brasil y el señalamiento sin rodeos de que el afán agresivo proveniente de la sociedad que regentea el Plan Colombia se proyecta cuando el intercambio humanitario tomaba vuelo y podía abrir curso a una negociación por la paz en el país hermano, como lo señaló con claridad la presidenta CFK en Santo Domingo. Podría explayarme en otros terrenos (deuda, Corte Suprema, desocupación, salarios, los precios en los servicios públicos, las propias retenciones y otros), pero se pueden encontrar en otros lados.

Mi intención es destacar que este equipo gobernante, que se coló en nuestra escena casi de incógnito, abrigado por rescoldos de tiempos que pasaron, y por cuyo advenimiento pocos habían bregado, ha abierto una perspectiva de esperanza, ha mostrado sensibilidad y tiene aún un buen camino por recorrer. “Lo que hay”, como bien dice Feinmann, es bastante más de lo que veníamos mereciendo. Sus límites y sus propios errores, a diferencia de lo que piensa Boron, no devienen tanto de sus flaquezas intrínsecas sino de las debilidades del campo popular. Por eso no sólo hay que protegerlo, como bien considera Grüner, sino que hay que fortalecerlo aunando más voluntades. Sin seguidismos, con imaginación, con pensamiento crítico, pero con generosidad y sin petulancia.

Para ello nada mejor que poner un poco al día nuestro instrumental conceptual y darnos cuenta de que este gobierno quiere construir un proyecto nacional–popular y que depende sobre todo de la confluencia que podamos contribuir a convocar. La neutralidad o la censura implacable no van a gestar una alternativa “inteligente” a su sombra. Lo que sigue a su derrota es el regreso de la reacción. Dejemos las dualidades simplistas entre “burgueses y proletarios” y “reforma o revolución” para las sectas que componen el club electoral del cero coma (0,) y veamos cómo se componen mayorías que permitan poner a la orden del día la larga lista de tareas pendientes que hay que construir entre todos. Si buena parte del campo popular aún se encuentra expectante y poco consolidado, no sólo tiene que ver con ese inmenso despliegue de “medios” que lo bombardean sin tregua y que se esfuerzan por mantener enhiesta la hegemonía del bloque dominante, sino también con la vasta pléyade de eternos candidatos a “directores técnicos”, acomodados en las plateas, que se la pasan diciendo lo que habría que hacer y nunca ganaron un partido con un club de barrio.

* Profesor titular de Sociología y Política Latinoamericana (UBA), secretario adjunto de Feduba.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-102489-2008-04-16.html

¿Qué clase(s) de lucha es la lucha del “campo”?

En estas líneas, Eduardo Grüner ensaya un juicio provisorio del conflicto agrario. Desde una postura contraria a las medidas “objetivamente reaccionarias” de los productores rurales, señala los “gravísimos errores” del Gobierno, repasa la ideología burguesa de “odio clasista” y advierte que nunca desde la restauración democrática “la derecha había ganado la calle con una base de masas tan importante”. Más allá del carácter ni confiscatorio ni redistributivo de las retenciones —argumenta—, lo que está en juego es la legitimidad del Estado para intervenir en la economía.

Por Eduardo Grüner *

No es, todavía, hora de “balances” más o menos definitivos. Sí de detener, por un momento, la ansiedad, y de ver dónde está parado cada uno. El que esto escribe está en contra de las medidas (sobredimensionadas, extorsivas, objetivamente reaccionarias, y actuadas en muchos casos con un discurso y una ideología proto-golpista, clasista y aun racista) tomadas fundamentalmente por uno de los sectores más concentrados de la clase dominante argentina en perjuicio de la inmensa mayoría. No es algo tan fácil de explicar brevemente. Hay que empezar por señalar una vez más los gravísimos “errores” cometidos por el Gobierno. Están, por descontado, los errores “tácticos” inmediatos: la desobediencia a los más elementales manuales de política que recomiendan dividir al adversario, y no unirlo (y ni qué hablar de, además, dividir el frente propio); o la torpeza de apoyarse en personajes un tanto atrabiliarios de los cuales se sabe que –por buenas o malas razones– van a caer “gordos” a la llamada “opinión pública”. Pero más acá de estos “errores”, están los que no son “errores tácticos”, sino opciones estratégicas: no profundizar en la medida necesaria las políticas (tributarias y otras) de redistribución del ingreso, utilizar buena parte de las (inauditas) reservas fiscales para seguir saldando la maldita deuda; renovar los contratos de ciertos medios de comunicación que, debería el Gobierno saberlo, más tarde o más temprano se le pondrán en contra (y aquí, como en muchos otros casos, se ve cómo una opción estratégica se transforma rápidamente en un error táctico), y que lo hicieron de la manera más desvergonzadamente interesada de las últimas décadas. Ninguna de estas opciones estratégicas son algo para reprocharle al Gobierno. Reprochárselas –al menos, de la manera en que lo ha hecho cierta “izquierda” dislocada o cierta intelectual(idad) bienpensante y ya ni siquiera “progre” que, pasándose de la raya, cruzó definitivamente la frontera hacia la derecha– sería, paradójicamente, hacerse demasiadas ilusiones sobre un Gobierno que en ningún momento prometió otra cosa que la continuidad del capitalismo tal como lo conocemos. Vale decir: un Gobierno propiamente “reformista-burgués”, como se decía en tiempos menos eufemísticos. La situación, pues, no puede ser juzgada sino por lo que realmente es: una puja (no “distributiva” sino) interna a lo que en aquellos tiempos pre-eufemísticos se llamaba la “clase dominante”.

El inmediato mal mayor

Pero, pero: un gobierno legítimamente electo por la mayoría no es directamente miembro de aquellas “clases dominantes”, aunque inevitablemente tienda a “actuar” sus intereses. Y, en un contexto en el que no está a la vista ni es razonable prever en lo inmediato una alternativa consistente y radicalmente diferente para la sociedad, no queda más remedio que enfrentar la desagradable responsabilidad de tomar posición, no “a favor” de tal o cual gobierno, pero sí, decididamente, en contra del avance también muy decidido de lo que sería mucho peor; y si alguien nos chicanea con que terminamos optando por el “mal menor”, no quedará más remedio que recontrachicanearlo exigiéndole que nos muestre dónde queda, aquí y ahora, el “bien” y su posible realización inmediata. Porque el peligro del mal “mayor” sí es inmediato. En estas últimas semanas se han condensado potencialidades regresivas que muchos ingenuos creían sepultadas por un cuarto de siglo de (bienvenido) funcionamiento formal de las instituciones. ¿Exageramos? Piénsese en los “síntomas”, “símbolos”, “indicadores”, y también, claro, hechos. Nunca en este cuarto de siglo la derecha (económica, social y cultural, y no solamente política) había ganado la calle con una “base de masas” tan importante –incluyendo, sí, a esos “pequeños productores” cuyas legítimas reivindicaciones fueron bastardeadas, incluso por ellos mismos, al rol de “mano de obra” de los grandes “dueños de la tierra”–, hasta el punto de transformarse en un verdadero movimiento social del cual mucho oiremos en adelante. No solamente la calle, sino también el aire: nunca antes había sido tan férreo el consenso “massmediático” para apoderarse del Verbo público –como lo dijo inspiradamente León Rozitchner– con el objeto de aturdir hasta el mínimo atisbo de un pensamiento autónomo, no digamos ya “crítico”. Nunca antes las cacerolas habían sido tan bien disfrazadas de diciembre de 2001 argentino cuando en verdad representan –en inesperado retorno a su auténtico “mito de origen”– un septiembre de 1973 chileno. Nunca antes había habido una tan oportuna coincidencia con un aniversario del 24 de marzo. Nunca antes había habido una tan puntual coincidencia con un meeting de lo más granado de la derecha internacional en Rosario. Y ya que de “internacionalismo” se trata, nunca antes había habido una coincidencia tan “contextual” con las avanzadas desestabilizadoras –obviamente fogoneadas desde mucho más al Norte– sobre las “novedades” –no importa ahora lo que se piense de cada una de ellas– sudamericanas, desde las aventuras bélicas de Uribe en la frontera ecuatoriana (y por refracción, venezolana) hasta la feroz ofensiva oligárquico-separatista contra Evo Morales. Nunca antes se había conseguido reimponer el insostenible mito de que es el “campo” lo que ha construido a la “patria” (en una nefasta época esa construcción, se decía, había estado a cargo del Ejército Argentino, que era, al igual que el “campo”, incluso anterior a la nación: una asociación inquietante), cuando, sin meternos con la historia, sabemos que hoy –lo acaba de demostrar impecablemente el economista Julio Sevares– su contribución al PBI es mínima. O el igual de anacrónico mito de que estamos ante una batalla épica entre el “campo” y la “industria”, cuando hace ya décadas que los intereses de esos dos sectores actualmente ultra-concentrados en anónimas sociedades multinacionales –que incluyen, y en lugar destacado, a la “industria cultural” y los medios– entrecruzan sus intereses de manera inextricable, bajo el comando de las grandes agroquímicas, los pools sembradores, o los trusts de exportación cerealera.

El odio de la burguesía

Y a propósito de esto último, que atañe a la estructura de clases en la Argentina actual, nunca antes –posiblemente desde el período 1946/55– se había desnudado de manera tan grosera y frontal la violencia (por ahora “discursiva”) de la ideología de odio clasista de la burguesía y también de cierto sector de la llamada “clase media”; es este odio visceral e incontrolable, y no alguna desinteresada defensa del mitificado “campo”, es ese clasismo-racismo, él sí “espontáneo”, el que constituye la verdadera motivación para participar en los “piquetes paquetes”, desentendiéndose de la “contradicción” de estar orgullosamente haciendo lo mismo contra lo cual putean cuando se les corta la huida por Figueroa Alcorta. Que nunca haya sido tan pertinente, pues, el análisis de clase para juzgar un conflicto, no significa ejercer ningún reduccionismo de clase: las “clases altas” y las “clases medias” no tienen, es obvio, los mismos intereses materiales inmediatos; pero en la Argentina hace ya muchísimo que las segundas subordinaron sus intereses materiales a largo plazo a su patética, servil, identificación con los de las primeras, y es por eso que tan a menudo han trabajado de “mano de obra” de ellas, y en las peores causas. No hace falta ser un sofisticado marxista para entenderlo: bastaría citar la diferencia elemental –que constituye el ABC de la más básica sociología “estructural-funcionalista”– entre grupo de pertenencia y grupo de referencia.

Se equivoca pues la primera mandataria al decir que lo que se juega en este conflicto nada tiene que ver con la lucha de clases. Una vez más, no cabe reprochárselo: ella es peronista, y por lo tanto lo cree sinceramente. El problema es que crea que basta creerlo (o desearlo) para que la cosa no exista. No advierte, tal vez, la paradoja –por otra parte perfectamente explicable por la propia historia del peronismo histórico– de que el Gobierno que ella preside, aunque en “última instancia” represente compleja y ambiguamente, y con algunos escarceos defensivos de la autonomía del Estado, los intereses estructurales de la “clase dominante”, para la ideología estrecha de esa clase dominante, que ha hecho tan buenos negocios en este último lustro, representa los intereses (¿habría que decir: “simbólicos”?) de las otras clases, y por lo tanto su gobierno es el chivo expiatorio del “odio de clase” en una época en que, por suerte, ya no pueden hacerse pogroms masivos ni aplicarse científicos planes de exterminio colectivo. La clase dominante argentina está desde siempre acostumbrada a no tolerar ni siquiera aquellos tímidos escarceos “autonomistas” por parte de ningún gobierno (por lo menos, de ninguno “civil” y legalmente elegido: porque sí toleraron la mucha “autonomía” estatal de que gozaron las dictaduras militares para aplicar sus políticas económicas tanto como represivas). Aquella famosa consigna setentista –“Y llora llora la puta oligarquía, porque se viene la tercera tiranía”– era, entre otras cosas menos defendible, una ironía sobre el sempiterno tic de la burguesía, consistente en calificar de “tiránico”, “autoritario” o “dictatorial” (aunque en estos tiempos posgramscianos se diga “hegemónico”, como si la hegemonía no fuera el objeto mismo de la política) a cualquier gobierno, sea cual fuere su política, que osara insinuar que algunas cositas menores las iba a decidir él. Aunque parezca inverosímil, los acusaron de “comunistas”, “socialistas”, “nazifascistas”, sólo porque intentaron tomar algunas decisiones que, sin ser claramente opuestas a los “intereses dominantes”, no representaban una obediencia automática y directa a los amos del Capital.

La lucha de clases

Nada muy diferente está sucediendo ahora: puesto que llevamos un cuarto de siglo de democracia institucional, es en nombre de esa misma “democracia” que se usan los mismos (des)calificativos contra este Gobierno, al que se identifica, disparatadamente, como la otra parte en la “lucha de clases”. Y tal vez la Presidenta, aunque oscuramente, intuya esto, y por ello se defiende de lo que toma como una “acusación”. Pero, lo lamentamos: la lucha de clases no existe, pero que la hay, la hay. Muchos “progres”, al igual que este Gobierno, creen que no la hay porque las masas populares no están movilizadas en una contraofensiva dirigida al avance de la derecha. Pero, primero: las clases dominantes también luchan: la aplicación sistemática, sea a punta de bayoneta o por políticas “pacíficas”, de la reconversión capitalista “neoliberal”, eso es lucha de clases, emprendida por la clase dominante contra las dominadas y sus aún magras conquistas anteriores. Como lo es claramente el mantener desabastecidos a los sectores populares, con su inevitable consecuencia inflacionaria (algo que, a decir verdad, viene ocurriendo indirectamente desde mucho antes, dadas las cuotas de exportación ayudadas por el dólar alto y el consiguiente desequilibrio entre oferta y demanda en el mercado interno). Segundo: si las masas populares están desmovilizadas, también es porque este Gobierno (y sobre todo todos los anteriores, si bien éste no ha hecho nada importante para subsanarlo, limitándose en este terreno a administrar lo ya acumulado) las ha desmovilizado, aun cuando en defensa propia le hubiera convenido, incluso con los riesgos que hubiera representado para un gobierno “reformista-burgués”, tenerlas a ellas en la calle antes que, pongamos, a D’Elía o Moyano (y se entenderá, suponemos, que con esos nombres estamos simplemente haciendo una taquigrafía, y no imputaciones a personas). Como no las ha movilizado, la ofensiva de clase de las fracciones más recalcitrantes de la burguesía fue contra su “adversario” visible, el Gobierno: otra, y para nada menor, opción estratégica transformada en error táctico.

En fin, no estamos –hay que ser claros– ante una batalla entre dos “modelos de país”; el modelo del Gobierno no es sustancialmente distinto al de la Sociedad Rural. Pero la derecha y sus adherentes ideológicos no toleran la más mínima diferencia de “estilo” con su modelo, del cual creen ser los únicos dueños, y sus primeros benefactores. ¿Tomar conciencia de ello hará que el Gobierno, aunque fuera “en defensa propia”, pergeñe un “modelo” diferente? No parece lo más probable. Tiene razón Alejandro Kaufman: todo esto no nos ha hecho pasar a la “gran política”; pero también es cierto que, bien jugada, podría ser la ocasión de al menos atisbar ese pasaje a una suerte de “gran relato” de la política. De que nuestros debates principales ya no sean (aunque por supuesto habrá que seguir haciéndolos, en otra perspectiva) las mentiras del Indec o el dinero de Santa Cruz emigrado a Suiza, sino los que atañen, efectivamente, al “modelo”, incluyendo un modelo integral y planificado a largo plazo para el “campo”. Pero si esta ofensiva de la derecha triunfa, esa ocasión se habrá perdido por décadas.

La legitimidad del Estado

En este relativamente nuevo contexto, no podemos quedar atrapados (otra vez, sin que haya dejado de ser necesario hacerlas también) en las discusiones sobre los detalles “técnicos” del conflicto. Hoy, ahora, el problema central ya no son (y tal vez nunca lo fueron en serio) las benditas “retenciones”. En un registro “puramente” económico –lo acaba de demostrar Ricardo Aronskind– ya se está discutiendo la renta a futuro del 20 por ciento de los “dueños” que controlan el 80 por ciento de la “tierra”, y no centralmente las retenciones actuales. Ya lo sabemos: ni el aumento de las retenciones móviles a las rentas extraordinarias del “campo” supone, no digamos ya una medida “confiscatoria” (¡¡!!), sino ninguna “pérdida” importante para un “campo” que nunca ha ganado tan extraordinariamente; ni, del otro lado, es estrictamente cierto que las retenciones sean una medida ampliamente “redistributiva” que vaya a mejorar decisivamente la brutal injusticia social que aún campea en la Argentina. Pero esto no significa que las retenciones (no, claro, por sí mismas, pero sí en la trama de una política nacional articulada que incluyera muchas otras medidas) no podrían y deberían contribuir a esa redistribución. Si la derecha gana, se habrá creado un peligroso antecedente de deslegitimación de la intervención del Estado en la economía, y esto impediría, o al menos obstaculizaría gravemente, que este Gobierno (si es que en algún momento reorienta sus opciones estratégicas) o cualquier otro futuro, sí utilizara las retenciones u otras medidas semejantes con fines redistributivos. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, una parte nada despreciable de la sociedad argentina habrá completado un enorme e integral giro a la derecha del cual difícilmente habrá retorno. La situación obliga, a todo el que sienta una mínima responsabilidad ante aquella sociedad, a sentar con la mayor nitidez posible una posición. Insistamos: no necesariamente a favor del Gobierno, sino inequívocamente en contra de intentonas que a esta altura ya nadie puede dudar que son intencionalmente o no (pero más bien sí) “desestabilizadoras”, “golpistas”, “reaccionarias”. Los “golpes” ya no son hechos con tanques e infantería, pero no por eso han caducado: la especulación económica, la insidia mediática de las medias verdades y las enteras mentiras, la corrupción verbal de los epítetos clasistas y racistas, la confusión consciente de la parte con el todo –sea a favor o en contra del Gobierno o del “campo”– suelen tener un efecto más lento pero incomparablemente más profundo que los mucho más visibles uniformes con charreteras. El Gobierno deberá tomar cuidadosa nota de las “novedades” que se han producido. Y también, y sobre todo, deberemos hacerlo nosotros, los que –sin ser totalmente o siquiera en parte “pro-Gobierno”– no tenemos derecho a equivocarnos sobre dónde está el peligro mayor. Sobre dónde estará: porque esto –tregua o impasse o compás de espera, como se quiera llamarlo– recién empieza.

* Sociólogo, ensayista, profesor de Teoría Política y de Sociología del Arte (UBA).

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-103258-2008-04-29.html

Burgués sí, pero, ¿reformista?

En el marco del desafío planteado por el lockout de los empresarios agrícolas se planteó el debate sobre los alcances políticos de la medida. En estas páginas, el sociólogo Eduardo Grüner argumentó que estaba en juego la legitimidad del Estado para intervenir en la economía y alertaba sobre los peligros “si la derecha gana”. El politólogo Atilio Boron se suma a la polémica cuestionando el “reformismo” del actual gobierno.

Por Atilio A. Boron

Eduardo Grüner publicó un interesante y sugestivo artículo con el título “¿Qué clase(s) de lucha es la lucha del ‘campo’?” (Página/12, 16 abril 2008) con el cual tengo algunos acuerdos pero también bastantes discrepancias. Quisiera tratar sólo una de éstas: su definición, a mi modo de ver muy generosa, del kirchnerismo como un gobierno “reformista-burgués”. Sin embargo, esta caracterización provocó pocos días después la crítica de José Pablo Feinmann quien dijo que sería infantil esperar que el gobierno de Cristina fuera “revolucionario socialista”. Y agregó, “hoy, un gobierno reformista burgués es mucho más de lo que la Sociedad Rural, todo el establishment y los Estados Unidos están dispuestos a aceptar en América latina. Al reformismo burgués le dicen populismo y, para ellos, es la peste”.

Es cierto que el reformismo burgués sigue siendo tan inaceptable hoy como en 1954, cuando el ensayo tímidamente reformista burgués de Jacobo Arbenz en Guatemala fue ahogado en un baño de sangre, y el Che conoció muy bien esa historia como para sacar las adecuadas lecciones del caso. Pero, ¿sobre qué base califican tanto Grüner como Feinmann al gobierno de los Kirchner como “reformista”? ¿Cuáles fueron las reformas que impulsaron y ejecutaron? Por supuesto, no es este el lugar para realizar un balance de lo actuado en el período abierto con la asunción de Néstor Kirchner el 25 de mayo del 2003. Digamos, eso sí, que el mayor acierto del período fue la política de derechos humanos, más allá de algunas inconsistencias (entre otras cosas, expresadas en la total incapacidad para proteger testigos como Julio Jorge López, desaparecido como en los tiempos de la dictadura) y que el otro logro de la gestión, menos importante que el anterior, se produjo en el campo de la política exterior, acompañando –no obstante sin mayor protagonismo– el embate de Chávez en contra del ALCA. No obstante, mismo en este terreno el panorama no dejó de tener llamativos contrastes porque simultáneamente Kirchner rechazaba reiteradas invitaciones para visitar Cuba, se mantenía al margen de la Cumbre de los No Alineados realizada en La Habana y viajaba a Nueva York, en 2006, para participar en la Asamblea General de la ONU rematando su viaje con una insólita visita a la Bolsa de Valores de Nueva York y declaraciones, a cuál más desafortunada, sobre el futuro capitalista de la Argentina. Para colmo, el año pasado cedió ante la presión de Washington e impulsó la aprobación, con fulminante rapidez, de una absurda legislación “antiterrorista” que en manos de cualquier otro gobierno puede ofrecer el marco legal necesario para la completa criminalización de la protesta social y la disidencia política.

Esos son los dos puntos fuertes del kirchnerismo, ayer y hoy. Admitido. Pero, ¿dónde están las reformas que excitan la generosidad de Grüner y la réplica de Feinmann? No las veo. Para los incrédulos los invito a comparar la gestión del kirchnerismo ya no con el reformismo socialdemócrata escandinavo sino con las del primer peronismo, el del período 1946-1950. En aquellos años se fortaleció al movimiento obrero, se aprobó una vasta legislación laboral sin parangón en la periferia capitalista (vacaciones pagas, aguinaldo, jubilaciones, estabilidad laboral, indemnizaciones por despidos, tribunales de trabajo, accidentes laborales, obras sociales, etcétera), se creó el IAPI, el Banco de Crédito Industrial, la flota mercante del Estado, Aerolíneas Argentinas, y se nacionalizaron el Banco Central, los depósitos bancarios, los ferrocarriles, los teléfonos, la electricidad y el gas. Durante su exposición en la Cámara de Diputados, en 1946, Perón pronunció, a propósito de la nacionalización del Banco Central, unas palabras que es oportuno recordar en los tiempos que corren en donde el pensamiento único no cesa de alabar las virtudes de la supuesta independencia de los bancos centrales. “¿Qué era el Banco Central? –se preguntaba Perón–. Un organismo al servicio absoluto de los intereses de la banca particular e internacional. Por eso, su nacionalización ha sido, sin lugar a dudas, la medida financiera más trascendental de estos últimos cincuenta años.” Aparte de eso, el Estado pasó a ocupar un lugar decisivo en la promoción de la industrialización y sus obras públicas –caminos, diques, escuelas, hospitales– cubrieron prácticamente toda la geografía nacional. Además se sancionó una nueva Constitución, en 1949, en la cual se establecía una serie de derechos sociales a tono con las conquistas que en ese terreno se estaban produciendo en el capitalismo europeo.

Un Estado inexistente

¿Y ahora? El Banco Central está en manos de un Chicago boy y la obra pública paralizada. El Estado, destruido por el menemismo, sigue postrado: no puede apagar un incendio de pastizales en una llanura porque carece sea del dinero, o de la idoneidad, para adquirir un avión hidrante canadiense que cuesta menos de veinte millones de dólares y que hubiera acabado con el fuego en un santiamén; no puede abastecer de monedas a la población; no puede regular ni supervisar el funcionamiento de las empresas privatizadas, y entonces los usuarios del ferrocarril periódicamente incendian estaciones y formaciones para hacer oír su protesta; no puede cobrarle impuestos a Aeropuertos 2000 y entonces se asocia en calidad de “socio bobo” y minoritario a la empresa en lugar de exigir el pago de lo adeudado; no puede garantizar que los caminos y rutas privatizadas estén en correcto estado de mantenimiento mientras decenas de viajeros mueren a diario en horribles (y evitables) accidentes; asiste de brazos cruzados a la desintegración de la red ferroviaria nacional y como única política propone un “tren bala”; no exige a las aerolíneas privatizadas que cumplan un diagrama de vuelos que sirva para integrar las principales ciudades del país, que los fines de semana se quedan aisladas; se muestra indiferente ante el saqueo de los recursos naturales, desde el petróleo y el gas hasta los minerales, y ante el gravísimo deterioro del medio ambiente causado por las explotaciones mineras; prosigue sumido en un estupor catatónico ante el calamitoso derrumbe de la educación y la salud públicas, sin que se le ocurra poner un centavo para remediar la situación, al paso que se ufana de los 50.000 millones de dólares atesorados –al igual que Harpagón, el protagonista de El avaro de Molière– mientras el pueblo pasa hambre, no puede educarse ni cuidar de su salud. Pese a disponer de una mayoría absoluta en ambas Cámaras del Congreso –que vota a libro cerrado cualquier proyecto que ordene la Casa Rosada–, Kirchner no envió una sola propuesta para reformar la estructura tributaria escandalosamente regresiva de la Argentina o para establecer una legislación que posibilitase un combate efectivo contra el desempleo, la exclusión social y la pobreza. Tampoco iniciativa alguna para recuperar el patrimonio nacional rematado durante el menemismo. Un gobierno que, por otra parte, a más de cinco años de inaugurado todavía no definió una política de distribución de ingresos, consolidación del mercado interno y desarrollo nacional. Es cierto que se disminuyó la proporción de pobres e indigentes, pero ésta aún se encuentra por muy encima de los valores existentes al inicio de la actual fase democrática de la Argentina, hace un cuarto de siglo. Con un agravante: que este gobierno dispuso de una coyuntura económica excepcional, como ningún otro en nuestra historia, lo que torna aún más imperdonable que una parte al menos de esa riqueza no hubiera llegado a satisfacer las demandas populares. Y pese a sus estentóreas denuncias en contra de la dictadura, dos piezas maestras de ese régimen: la Ley de Entidades Financieras y la Ley de Radiodifusión continúan en vigencia hasta el día de hoy. La renta financiera sigue estando libre de impuestos así como las ganancias resultantes de la venta de sociedades anónimas. Y el Gobierno sigue sin otorgarle el reconocimiento oficial a la CTA y convalidando, de ese modo, el control político de los sectores populares en manos de una burocracia cuyo desprestigio es absoluto. Esto explica, en gran medida, la indiferencia popular ante la ofensiva del mal llamado “campo”: el pueblo no salió a la calle a defender su gobierno porque no lo siente suyo. Y tiene razón. Sería bueno que el Gobierno dedicara algún tiempo a reflexionar sobre la génesis de esta alarmante pasividad popular.

La anterior es una lista incompleta y parcial, pero suficiente para demostrar que bajo ningún criterio mínimamente riguroso estamos en presencia de un gobierno reformista. Es un gobierno “democrático burgués” (con todas las salvedades que suscita esta engañosa expresión), pero donde el componente “burgués” gravita mucho más que el “democrático” y en donde el reformismo sólo existe en el discurso, no en los hechos. Es asombroso escuchar, como ha ocurrido reiteradamente en los últimos años, las invocaciones de los distintos ocupantes de la Casa Rosada exhortando a los argentinos a redistribuir el ingreso y a repartir de modo más equitativo la riqueza. En fechas recientes la Presidenta volvió a insistir sobre el tema, a propósito del paro agrario. Pero, si no lo hace el Gobierno, ¿quién lo puede hacer? ¿Qué esperan? Si por mí fuera emitiría un decreto de necesidad y urgencia desde mi cátedra de Teoría Política y Social de la UBA instituyendo una radical reforma del régimen impositivo y utilizaría ese dinero para mejorar los ingresos de todos quienes estén por debajo o un poco por encima de la línea de pobreza, pero, ¿quién me haría caso?, ¿qué juez atendería la demanda de los eventuales beneficiarios?, ¿cómo podría obligar a los contribuyentes más ricos y a las grandes empresas a pagar el nuevo impuesto? El Gobierno debería abstenerse de formular ese tipo de estériles exhortaciones.

El posibilismo es inaceptable

Creo que lo anterior demuestra con claridad que no hay “reformismo burgués”. ¡Ojalá lo hubiera! No porque el reformismo satisfaga mis esperanzas sino porque al menos nos posibilitaría avanzar unos pocos pasos en la construcción de una verdadera alternativa, es decir, una salida post capitalista a esta crisis sin fin en que se debate la Argentina, sea en el estancamiento tanto como en la prosperidad económica (que llega a unos pocos).

Por eso es que disiento de lo que plantea Grüner cuando dice que “si alguien nos chicanea con que terminamos optando por el ‘mal menor’ no quedará más remedio que recontrachicanearlo exigiéndole que nos muestre dónde queda, aquí y ahora, el ‘bien’ o su posible realización inmediata.” ¿Dónde queda el “bien”? Eso lo sabe Grüner tanto como yo: el “bien” es el socialismo. Pero mientras maduran las complejas condiciones para su construcción es posible la realización inmediata de algún “bien”, de algunas reformas que pongan fin a la escandalosa situación en que nos hallamos. ¿O me va a decir que hará falta una revolución socialista para aproximar la estructura tributaria de la Argentina a la que tienen países como Grecia y Portugal en la Unión Europea, para no hablar de la que existe en Escandinavia? ¿Será preciso asaltar el Palacio de Invierno para que las retenciones al agro –totalmente justificadas en la medida en que se discrimine entre los distintos estratos del patronato agrario– se coparticipen con las provincias y sean asignadas exclusivamente a combatir la pobreza y a reconstruir la infraestructura física del país y no al pago de la deuda? ¿Tendremos que subirnos a la Sierra Maestra para que el Estado regule cuidadosamente el desempeño de las privatizadas y avance en un programa de “desprivatización” para aquellas que se compruebe que han estafado al fisco y a los usuarios? ¿Habrá que esperar el cañonazo del Aurora para derogar la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz? En suma: no es un tema de chicanas o recontrachicanas, sino de exigirle al Gobierno que haga lo que debe hacer. Que tenga la osadía de ser un poquito reformista. Y si no hace lo que hay que hacer es porque no quiere, no porque no puede. Y si no quiere no veo la razón para que tengamos que apoyarlo en contra de un fantasmagórico “mal mayor”, espectro invariablemente agitado por quienes quieren que nada cambie en este país y que termina en el posibilismo y la resignación. Como creo que estas dos actitudes son inadmisibles, ética y políticamente, es que me opongo a entrar en el repetido juego de “nosotros” o el “mal mayor”, que desde hace décadas viene empujando a la Argentina hacia el abismo y hacia nuestra degradación como sociedad. Tiene razón Grüner cuando dice que “no estamos ante una batalla entre dos modelos de país; el modelo del Gobierno no es sustancialmente distinto al de la Sociedad Rural”. Corrijo: es un solo modelo, pero no es el de la Sociedad Rural, pobrecita, sino el de los grandes ausentes de este debate y que los compañeros del Mocase oportunamente trajeron al primer plano en su nota del viernes 25 en Página/12: es el modelo del gran capital transnacional, cuyas naves insignia en materia agraria son Monsanto, Dupont, Syngenta, Bayer, Nidera, Cargill, Bunge, Dreyfus, Dow y Basf. Y si este modelo prosperó fue porque desde Menem hasta nuestros días –aclaro, dada la susceptibilidad ambiente, que me parece un disparate decir como lo hace cierta izquierda trasnochada, que este gobierno es igual al de Menem– no hubo un solo gobierno, tampoco el de los Kirchner, que intentara cambiar el modelo agrario-exportador y poner fin a la sumisión de nuestro país a las transnacionales. Todos facilitaron cada vez más las cosas para que la Argentina se convierta en una especie de emirato sojero, y si hoy el Gobierno se queja de la rapacidad “del campo” sería bueno que se interrogue por qué no hizo nada para impedir que lleguemos a esta situación. Por lo tanto, lo de “reformista” es una concesión gratuita a un gobierno que, por lo menos hasta ahora, no ha hecho ningún esfuerzo serio para hacerse acreedor de ese calificativo.

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