Una noche en la cama número ocho
REPORTAJE La exclusión social
Una noche en la cama número ocho Un reportero comparte el sueño con los indigentes que se resguardan del frío en un albergue ARTURO DÍAZ – Madrid – Un relente helador cortaba a cuchillo la noche de Madrid el pasado jueves. La temperatura había bajado a tres grados a las ocho de la tarde. Media ciudad apuraba la orgía consumista, y la otra media se apresuraba camino a casa. Algunos de los que no tienen adónde ir ni qué comprar se reunían a esa hora junto al albergue de Mayorales, en la Casa de Campo, esperando que abriera para cenar y pasar las peores horas durmiendo a cubierto. Un redactor de EL PAÍS pasó la noche con ellos. Cifras contra el frío La noticia en otros webs webs en español en otros idiomas "Fui machista, sí. Rompí el alejamiento y fui al talego. Eso sí que es chungo, amigo" Las mujeres tienen la piel marcada por la intemperie de años; es oscura, acartonada
Dos grupos se calientan alrededor de fogatas en la explanada flanqueada por los albergues del Samur Social y la Cruz Roja, en plena campaña contra el frío del Ayuntamiento. A las nueve hay más de 70 personas. Jóvenes y mayores visiblemente vapuleados por la vida. ¿Cuánto tiempo llevas en la calle? Ofrecer un cigarro a Antonio – un nombre ficticio, como todos los de este reportaje – , de 48 años, le anima enseguida a charlar. "Llevo poco tiempo, dos años y medio". La medida del tiempo sin techo varía cuando uno se resigna a sufrir un destino perro o ha sido incapaz de esquivar sus envites. Pero, para quien está acostumbrado al calor del radiador, media hora de frío junto a Antonio ya se hace una eternidad. ¡Dos años y medio! Dos inviernos como éste en la calle…
El hombre asegura que su mujer le echó de casa tras maltratarla él. Antonio ya estaba entonces en paro (es albañil), por lo que acabó entre cartones. Tiene buen aspecto, y con un traje podría pasar por director general. Lleva un gorro bien calado y una chapa del Atleti en la manga del abrigo. Las gafas se las encontró por ahí. "Fui machista, sí. Rompí el alejamiento y fui al talego. Eso sí que es chungo, amigo. Aquí al menos eres libre; en la cárcel sólo das vueltas como un borrego". El ambiente de la espera hasta que abra el refugio es agradable, y no se siente violencia o tensión. A las 20.30 Antonio corre hacia la puerta con su tarjeta en ristre. Cada usuario recibe un cartón donde se va marcando su asistencia, que debe ser diaria para no perder el derecho a cama. "¡Eh, que sepas que el día 25 dan una comida que te cagas en la parroquia de Batán!", grita Antonio al despedirse. ¡Gracias!
Tarik sigue fuera un rato más. La historia de este argelino de 27 años, alto, de modales pausados, es toda una peripecia. Hace ocho meses trepó por la valla de Melilla para cruzar el mar agarrado a los bajos de un camión embarcado, huyendo de un sueldo de cuatro euros diarios. Estuvo en París, Barcelona y, finalmente, Madrid. "Barça mejor que Madrid. Menos frío. Barça mejor", juzga Tarik sonriendo con un despliegue de dientes picados. El hombre asegura que no encuentra faena y que se irá a Jaén en breve, a varear olivos, y luego a Huelva, a la fresa. ¿Y por qué no vives con tu hermano en Alicante? "¡Ah! Gusta independencia. Mi hermano, muchos hijos", responde, y hace un gesto con la mano como señalando los peldaños de una escalera para que se comprenda que el hermano ya tiene suficiente con lo suyo. "Tienes ir albergue San Juan de Dios, là – bas, ç'est classe!": es un sitio "de primera", aconseja el chaval en francés cuando se va. Buena suerte, Tarik. "Tú también, inchallah".
El periodista espera a que pasen los habituales y los que acuden por primera vez antes de presentarse al Samur en el albergue de Mayorales. Entramos en la última tanda con un brasileño y un eslavo sordomudo, casi adolescente. El albergue está lleno. Así, las cuatro personas que se quedan sin sitio por haber fallado algún día son llevadas a un centro de Vallecas. Una asistente social aprovecha para hacer publicidad de ese refugio entre los presentes: "A ver, que sepáis que allí hay muchas plazas y que tenéis un autobús que os lleva desde Atocha. Sale cada día de la churrería, junto a la rotonda de entrada, a las nueve".
Las mujeres sin techo son escasas: sólo 315 de los 1.975 usuarios de la campaña pasada. Dos de las últimas en entrar esta noche están en un estado lamentable. Llevan ropas superpuestas y ajadas, como los mendigos de antes. La droga ha hecho estragos en sus cuerpos y su discurso es incoherente, por lo que resulta difícil determinar sus edades. Tienen la piel marcada por la intemperie de años; es oscura, acartonada, como las de las campesinas tibetanas o del altiplano boliviano, amoratada por el frío. Una de las mujeres es atendida por un enfermero del Samur para curarle una herida.
El trato de los empleados municipales con los usuarios del servicio es exquisito. Hablan con respeto, dan órdenes sin resultar autoritarios, y no desesperan rodeados por decenas de personas que piden una solución a sus problemas. La campaña de frío es la punta de lanza del servicio social, y la labor de los que la organizan resulta emocionante. El trabajo no es poca cosa y a veces alguno de los que esperan grita, insulta o aporrea la puerta. La relación con los sin techo parece normal. Vuelve entonces el recuerdo de Antonio, que contaba cómo sus amigos ni le miraban desde que se quedó en la calle.
Al novato le piden el nombre, la edad y el DNI. No falta el gracias ni el por favor. No preguntan qué te ha llevado a Mayorales. Poco después, en el comedor, una asistente se acerca al redactor disfrazado para ofrecer en voz queda otro albergue: "Si lo necesitas mañana, es para gente normalizada, tranquila". Ella interpreta el silencio del nuevo como temor ante lo que está viendo.
La cena empieza con un caldo que sabe a gloria tras el frío. Uno siente que revive con los pies aún ateridos. También hay café, un bocata de mortadela, cinco galletas María, margarina y mermelada. Los bultos con la vida a cuestas se guardan en consigna, antes de pasar al dormitorio.
El lugar es amplio, iluminado, limpio. Hay literas para 56 hombres. La pieza parece el sollado de marinería de un barco, donde se junta el olor a humanidad con el ruido de las turbinas, porque la calefacción – ¡por fin! – está asegurada por seis motores de aire caliente que hacen bastante jaleo.
Al redactor le adjudican la cama 8, pero hay que cambiar la muda. Ocupa el puesto de alguien que no se ha presentado. Junto a la almohada, un abono transporte, una cartilla de Caja Madrid y un paquete de Winston, las posesiones más preciadas que un sin techo no quiere que le roben mientras duerme. El inquilino de la cama 9, Pablo, polaco que ha llegado a los 38 delgado, con cara de pillo y el cuerpo tatuado (incluso los párpados), explica que la mañana anterior se llevaron al ausente al hospital porque ni fuerzas tenía para incorporarse. Pablo no da un duro por ese hombre.
Las luces no se apagan hasta medianoche, así que Pablo pega la hebra. Cuenta que tiene a su mujer, una compatriota, en el pabellón femenino (junto a otras 30), que linda con este. Pregunta por qué su vecino está en Mayorales. Y responde con un consejo.
Fuera, a esa hora, hace un grado bajo cero. La noche transcurre en calma. Muchos de los usuarios se han duchado antes de acostarse. El baño es también lugar de reunión (ahí se puede fumar). Un guarda permanece en vela, por si las moscas. Sólo hay un conato de pelea cuando un magrebí que ya no soporta más la tos terca del vecino exclama: "¡Es que se tira todo el día fumando y luego nos perjudica a los demás!". El guarda se acerca y en voz baja le tranquiliza.
Pasadas las seis de la mañana, Juan se lava la cabeza y el torso en un lavabo. Se incorpora con habilidad de la silla de ruedas que usa debido a la polio. Es un tipo duro de 30 años, rubio y guapo, con pinta de haberse metido en más de una. Su madre sufrió infartos por las palizas del padrastro. El padre murió – "no me acuerdo cuándo" – y al poco tiempo se fue el abuelo, "restaurador de muebles, que escribió un libro, El arte de dorar", apunta orgulloso.
Con este panorama resulta asombroso el empuje de Juan, su dignidad. Enarbolando sus manos recias de pelotari gesticula su agradecimiento a "Pilar, una asistente social de aquí", que intenta conseguirle una residencia, aunque se nota que el hombre domina la calle y no parece tener prisa por dejarla.
Entra en el baño otro parroquiano que se viene quejando de la peste que desprende un colega del albergue. Juan se fija en la barba de tres días del redactor y le dice: "Tío, aféitate, que así no se puede ir por ahí". El guarda ofrece maquinillas, crema, jabón y toallas. A las 6.45 se desconecta la calefacción y se abre la puerta para que el frío de la madrugada despabile al personal. Quince minutos después se encienden las luces: "¡Buenos días, señores! ¡A despertar, vamos!". El redactor comete un fallo de novato antes de marcharse: "¡Eh! chaval, el de la 8, que tienes que hacer la cama".
Los hombres y mujeres van saliendo en lenta procesión por el parque en penumbra. A las 7.23 el termómetro marca tres grados bajo cero. Ya en el metro, en el tren no cabe un alfiler. La gente viene fresca o medio dormida. Duchados y algunos hasta perfumados. Es un día más hacia el trabajo, el consumo y la rutina establecida.
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