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Para Raul Alayon movimiento uruguayo de los sin techo--grito de los excluidos del Uruguay
Santo Domingo de Silos, el pueblo burgalés de los monjes cantores, ha integrado a una familia uruguaya para evitar que la escuela infantil echara el cierre
SILOS. Marcela Campos y su familia uruguaya viven en la segunda planta del ayuntamiento de Santo Domingo de Silos. La trasera del edificio acoge la escuela de párvulos, un recinto empedrado y hermoso que un tropel de críos llegado del otro lado del mundo ha salvado del cierre. Justo en frente se abre la puerta marrón de la iglesia barroca donde los monjes cantores entonan los melismas encantados de sus cantos gregorianos. Este hermoso pueblo burgalés, a donde tantas personas llegan en persecución del silencio, ha estado a punto de perder para siempre las risas de los niños en la escuela.
En la calle huele al humo de encina que se quema en chimeneas y hogares. Pero en casa de Marcela el aroma procede de la tarta criolla de pescado que prepara en la cocina entre un tumulto de críos con deberes y un perro, Laika, que exige su ración de caricias. No hay un segundo que perder y Marcela accede a relatar su odisea mientras cocina. Con cuatro hijos que atender una sabe bien cómo tener la mente puesta en varios sitios a la vez.
Lo suyo fue una huida. No hay otra palabra mejor. «No teníamos ni para dar de comer a los niños», recuerda. «Así que yo, que soy hija de gallegos y viví en Pontevedra de los 4 a los 11 años, decidí venirme a España. Sola. Fue horrible. El mismo día que le saqué el pecho a la nena cogí el avión. Dejé a Macarena con mucha fiebre, me extrañaba… Pero me presenté en Puerto del Rosario, en las islas Canarias, gracias a un pasaje que me pagó mi papá. Trabajé 20 horas al día de camarera y peluquera y en dos meses y medio junté dinero para alquilar un piso. A los 15 días de estar acá, sin familia, sin nadie… se me muere mi papá con 61 años», cuenta mientras, con los ojos velados, da vueltas en la olla a un sofrito de cebolla, pimiento verde y bonito en lata Rinchador.
Marcela relata la pelea por sacarse el dinero para pagar el alquiler y los pasajes para el marido y los críos, el alborozo del reencuentro, la ilusión de una existencia menos perra… En esas iban tirando en Lanzarote donde el marido, un gigantón aficionado al fútbol que atiende por Alfredo Navarro, se empleaba como pintor en la construcción. Ella trabajaba como masajista y esteticista por horas. Juntaban sus pesos, habían comprado un utilitario y vivían con las estrecheces propias de una familia obrera y numerosa. Uruguay era ya poco más que un recuerdo, un mal sueño. Pero la crisis de la construcción les partió por la mitad. «En las obras pagaban la hora a seis euros. Con eso no había para vivir», se duele Alfredo. Un buen día, cuando volvía a casa, con la cabeza llena de negros augurios, escuchó en la radio el ofrecimiento de Emeterio Martín, el joven alcalde de Santo Domingo de Silos. Fue un flashazo. Paró el coche donde pudo y apuntó a todo correr el teléfono, con esa urgencia de los grandes presagios. «Era un jueves por la tarde», recuerda.
El mensaje era sencillo. Casa y un trabajo para una familia con niños y ganas de establecerse en un pueblo de Burgos con 330 habitantes. La tarea, poblar la escuela de párvulos para que no la cerraran. Así de claro. «El sábado nos dijeron que estábamos entre las 14 familias seleccionadas. Cumplíamos el único requisito: tener dos hijos en edad escolar, en infantil», suspira Marcela. Con las horas, fueron subiendo puestos en la lotería de la vida. «El lunes al mediodía ya estábamos en segundo lugar. Los primeros eran unos ecuatorianos. Con seis hijos». Un hueso duro de roer. «Pero al final ellos se echaron atrás. Nos dijeron que debíamos estar en Silos el jueves por la tarde. ¿Qué locura!»
Al tiempo que la rubia Marcela desgrana su historia prepara la masa del pastel, una especie de aromática empanada uruguaya. Espolvorea harina sobre la mesa de la cocina, se arma de un rodillo y trabaja la aceitosa masa dorada. Alrededor revolotean los niños: Belén (una morenita con trenzas a la que le faltan las paletas de sus 5 años) busca hacerse un sitio entre los forasteros con sus muñecas y la pequeña Macarena, de 4, trastea en la cocina.
- «Pélate como un ajo», le dice la madre a Belén.
- «Que no me pelo…»
- «Que se vaya», eleva un puntito la voz la madre.
Valentina hace los deberes en la sala del piso reacondicionado por el ayuntamiento para acoger a los pobladores y el pequeño Gustavo juega en la calle junto a otros críos llegados del instituto en bus. Belén y Macarena han sido la salvación de 'Eme' Martín, alcalde de Silos y padre de los mellizos, Elvira y Pedro, los únicos niños que quedaban en la escuela.
Hambre y locuras
Suenan las campanas de la basílica vecina. «Allá la gente te mata para robar. Al tener hambre se cometen locuras. Lo mejor fue marchar. ¿Corralito? La gente allá también perdimos los ahorros. Todo lo que le pasó a Argentina nos pasa a nosotros. Es un poco lamentable, pero es así. Cuando uno pasa tantas necesidades, cualquier solución es buena», resume. «Aquí estamos a gusto. Con nosotros la gente se porta suuuuperbien. Cristina, la maestra, es amorosa. Hay un señor que siempre trae algo de su huerta para los chicos, tomates, calabazas… Lo que uno da con amor, Dios te lo devuelve el doble», dice la mujer.
Emeterio Martín, el alcalde, habla en unos veladores de hierro forjado colocados a la entrada del hotel familiar, frente al hogar municipal de los Navarro Campos. Explica 'Eme' que sí, que en Silos habría niños bastantes como para mantener abierta la escuela infantil, pero que hay varias familias que (por el punto que da lo de embarcarlos en un autobús y por simple comodidad) prefieren que los chiquillos cojan cada día el transporte público que recolecta chiquillos por los pueblos y los deja en Salas de los Infantes. No importan las heladas en la angosta carretera ni los días de nieve, cuando los lobos bajan de los riscos del Monte Grande. Son sólo tres críos, pero suficientes para que la escuela echara el cierre definitivo. «Si al niño le sacas del pueblo, le desarraigas», se lamenta el joven alcalde.
Escuela, pilar del futuro
«Me tocó luchar como padre y como alcalde. Renunciar a la escuela es dejar que se muera el pueblo. Porque un pueblo razona este joven que se dedica a la venta de hermosos facsímiles miniados es más que ganar dinero con los turistas que vienen… es que haya ilusión, que haya gente. Y la escuela es un pilar básico del futuro de un pueblo», remacha.
'Eme' accede a recordar el proceso de selección, ese tremendo poder que poseyó por unos días; la facultad de cambiar la vida de las personas que escogiese la Corporación. «Nos llamó una pareja de Murcia con dos críos. No tenían absolutamente nada y buscaban un lugar donde empezar de nuevo. Había gente muy colgada, pero todos fueron muy sinceros. Te tocan la vena humana», dice.
La llegada de los uruguayos, además de abrir la escuela, ha trastocado la vida de Silos. Para los forasteros todo es distinto. Para sus vecinos, también. «Nos ha tocado abrirnos», confía la madre del alcalde. «Los niños necesitan otros niños».
Cae la tarde. El padre de familia toma una ducha tras emplearse toda la jornada con Santi, concejal del ayuntamiento y responsable de Construcciones Gete, donde trabaja el uruguayo (por unos mil euros al mes) en la reforma de tejados, puesta a punto de casas viejas, remozado de baños y cocinas… Los niños regresan a las casas, olorosas a humo de leña, y sobre Silos cae el pesado silencio de los lugares antiguos. Por la mañana, las calles recobrarán ese estruendo sincero de las carreras y las risas de los niños.
Santo Domingo de Silos, el pueblo burgalés de los monjes cantores, ha integrado a una familia uruguaya para evitar que la escuela infantil echara el cierre
SILOS. Marcela Campos y su familia uruguaya viven en la segunda planta del ayuntamiento de Santo Domingo de Silos. La trasera del edificio acoge la escuela de párvulos, un recinto empedrado y hermoso que un tropel de críos llegado del otro lado del mundo ha salvado del cierre. Justo en frente se abre la puerta marrón de la iglesia barroca donde los monjes cantores entonan los melismas encantados de sus cantos gregorianos. Este hermoso pueblo burgalés, a donde tantas personas llegan en persecución del silencio, ha estado a punto de perder para siempre las risas de los niños en la escuela.
En la calle huele al humo de encina que se quema en chimeneas y hogares. Pero en casa de Marcela el aroma procede de la tarta criolla de pescado que prepara en la cocina entre un tumulto de críos con deberes y un perro, Laika, que exige su ración de caricias. No hay un segundo que perder y Marcela accede a relatar su odisea mientras cocina. Con cuatro hijos que atender una sabe bien cómo tener la mente puesta en varios sitios a la vez.
Lo suyo fue una huida. No hay otra palabra mejor. «No teníamos ni para dar de comer a los niños», recuerda. «Así que yo, que soy hija de gallegos y viví en Pontevedra de los 4 a los 11 años, decidí venirme a España. Sola. Fue horrible. El mismo día que le saqué el pecho a la nena cogí el avión. Dejé a Macarena con mucha fiebre, me extrañaba… Pero me presenté en Puerto del Rosario, en las islas Canarias, gracias a un pasaje que me pagó mi papá. Trabajé 20 horas al día de camarera y peluquera y en dos meses y medio junté dinero para alquilar un piso. A los 15 días de estar acá, sin familia, sin nadie… se me muere mi papá con 61 años», cuenta mientras, con los ojos velados, da vueltas en la olla a un sofrito de cebolla, pimiento verde y bonito en lata Rinchador.
Marcela relata la pelea por sacarse el dinero para pagar el alquiler y los pasajes para el marido y los críos, el alborozo del reencuentro, la ilusión de una existencia menos perra… En esas iban tirando en Lanzarote donde el marido, un gigantón aficionado al fútbol que atiende por Alfredo Navarro, se empleaba como pintor en la construcción. Ella trabajaba como masajista y esteticista por horas. Juntaban sus pesos, habían comprado un utilitario y vivían con las estrecheces propias de una familia obrera y numerosa. Uruguay era ya poco más que un recuerdo, un mal sueño. Pero la crisis de la construcción les partió por la mitad. «En las obras pagaban la hora a seis euros. Con eso no había para vivir», se duele Alfredo. Un buen día, cuando volvía a casa, con la cabeza llena de negros augurios, escuchó en la radio el ofrecimiento de Emeterio Martín, el joven alcalde de Santo Domingo de Silos. Fue un flashazo. Paró el coche donde pudo y apuntó a todo correr el teléfono, con esa urgencia de los grandes presagios. «Era un jueves por la tarde», recuerda.
El mensaje era sencillo. Casa y un trabajo para una familia con niños y ganas de establecerse en un pueblo de Burgos con 330 habitantes. La tarea, poblar la escuela de párvulos para que no la cerraran. Así de claro. «El sábado nos dijeron que estábamos entre las 14 familias seleccionadas. Cumplíamos el único requisito: tener dos hijos en edad escolar, en infantil», suspira Marcela. Con las horas, fueron subiendo puestos en la lotería de la vida. «El lunes al mediodía ya estábamos en segundo lugar. Los primeros eran unos ecuatorianos. Con seis hijos». Un hueso duro de roer. «Pero al final ellos se echaron atrás. Nos dijeron que debíamos estar en Silos el jueves por la tarde. ¿Qué locura!»
Al tiempo que la rubia Marcela desgrana su historia prepara la masa del pastel, una especie de aromática empanada uruguaya. Espolvorea harina sobre la mesa de la cocina, se arma de un rodillo y trabaja la aceitosa masa dorada. Alrededor revolotean los niños: Belén (una morenita con trenzas a la que le faltan las paletas de sus 5 años) busca hacerse un sitio entre los forasteros con sus muñecas y la pequeña Macarena, de 4, trastea en la cocina.
- «Pélate como un ajo», le dice la madre a Belén.
- «Que no me pelo…»
- «Que se vaya», eleva un puntito la voz la madre.
Valentina hace los deberes en la sala del piso reacondicionado por el ayuntamiento para acoger a los pobladores y el pequeño Gustavo juega en la calle junto a otros críos llegados del instituto en bus. Belén y Macarena han sido la salvación de 'Eme' Martín, alcalde de Silos y padre de los mellizos, Elvira y Pedro, los únicos niños que quedaban en la escuela.
Hambre y locuras
Suenan las campanas de la basílica vecina. «Allá la gente te mata para robar. Al tener hambre se cometen locuras. Lo mejor fue marchar. ¿Corralito? La gente allá también perdimos los ahorros. Todo lo que le pasó a Argentina nos pasa a nosotros. Es un poco lamentable, pero es así. Cuando uno pasa tantas necesidades, cualquier solución es buena», resume. «Aquí estamos a gusto. Con nosotros la gente se porta suuuuperbien. Cristina, la maestra, es amorosa. Hay un señor que siempre trae algo de su huerta para los chicos, tomates, calabazas… Lo que uno da con amor, Dios te lo devuelve el doble», dice la mujer.
Emeterio Martín, el alcalde, habla en unos veladores de hierro forjado colocados a la entrada del hotel familiar, frente al hogar municipal de los Navarro Campos. Explica 'Eme' que sí, que en Silos habría niños bastantes como para mantener abierta la escuela infantil, pero que hay varias familias que (por el punto que da lo de embarcarlos en un autobús y por simple comodidad) prefieren que los chiquillos cojan cada día el transporte público que recolecta chiquillos por los pueblos y los deja en Salas de los Infantes. No importan las heladas en la angosta carretera ni los días de nieve, cuando los lobos bajan de los riscos del Monte Grande. Son sólo tres críos, pero suficientes para que la escuela echara el cierre definitivo. «Si al niño le sacas del pueblo, le desarraigas», se lamenta el joven alcalde.
Escuela, pilar del futuro
«Me tocó luchar como padre y como alcalde. Renunciar a la escuela es dejar que se muera el pueblo. Porque un pueblo razona este joven que se dedica a la venta de hermosos facsímiles miniados es más que ganar dinero con los turistas que vienen… es que haya ilusión, que haya gente. Y la escuela es un pilar básico del futuro de un pueblo», remacha.
'Eme' accede a recordar el proceso de selección, ese tremendo poder que poseyó por unos días; la facultad de cambiar la vida de las personas que escogiese la Corporación. «Nos llamó una pareja de Murcia con dos críos. No tenían absolutamente nada y buscaban un lugar donde empezar de nuevo. Había gente muy colgada, pero todos fueron muy sinceros. Te tocan la vena humana», dice.
La llegada de los uruguayos, además de abrir la escuela, ha trastocado la vida de Silos. Para los forasteros todo es distinto. Para sus vecinos, también. «Nos ha tocado abrirnos», confía la madre del alcalde. «Los niños necesitan otros niños».
Cae la tarde. El padre de familia toma una ducha tras emplearse toda la jornada con Santi, concejal del ayuntamiento y responsable de Construcciones Gete, donde trabaja el uruguayo (por unos mil euros al mes) en la reforma de tejados, puesta a punto de casas viejas, remozado de baños y cocinas… Los niños regresan a las casas, olorosas a humo de leña, y sobre Silos cae el pesado silencio de los lugares antiguos. Por la mañana, las calles recobrarán ese estruendo sincero de las carreras y las risas de los niños.
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