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Virginia tiene 25 años, y un niño de 3 años. El padre de su hijo no tuvo el coraje de compartir las dificultades de criar un niño y se fue. Así que Virginia, a los 22 años, se encontró con un hijo recién nacido, sin una pareja y sin trabajo; sin trabajo porque en la casa donde trabajaba antes la despidieron por estar embarazada. También del primer trabajo que tuvo, Virginia fue despedida; era secretaria en una oficina notarial y se llevaba bien en su trabajo. Hasta cuando, por la calle, una bala perdida la alcanzó a las espaldas, dejándola postrada en un hospital por un buen tiempo y, sobretodo, dejándola sin su puesto de secretaria, porque su patrón no tuvo la paciencia de esperar que saliera del hospital.
¿Cómo criar un hijo sin trabajo? ¿Cómo asegurarle una vida digna?
Afortunadamente, el país de Virginia, Guatemala, a las mujeres jóvenes y a las madres solteras como ella, les ofrece una fabulosa oportunidad: trabajar en maquila.
Los gobiernos guatemaltecos de los últimos 20 años, sinceramente preocupados por la situación de desempleo, pobreza, violencia en la que viven miles de jóvenes de Guatemala, se han empeñado en buscar y crear oportunidades, antes que nada, de trabajo por todos ellos. En Guatemala la mano de obra tiene unas características peculiares: los escasos recursos económicos de los que goza la población, la fuerte concentración de éstos en pocas personas y la poca inversión pública en sectores como la educación han creado grandes números de trabajadores no calificados ni especializados; la crisis del café (uno de los principales productos de Guatemala), que determinó una dramática disminución de su precio, y del sector agrícola en general, ha dejado en una situación económica muy grave a miles de guatemaltecos empleados en el sector primario, los cuales han decidido dejar el campo y ir a las ciudades, en búsqueda de oportunidades de trabajo y de vida. Este fenómeno migratorio ha aumentado aún más las masas urbanas dispuestas a aceptar cualquier trabajo para poder ganar lo necesario para “tortillas y frijoles”.
¿Qué empleo dar a estas personas ignorantes, indigentes, muchos de ellos jóvenes y muchas mujeres?
Además, la guerra civil que afectó Guatemala por decenios ha dejado una fuerte herencia en la sociedad: la total desarticulación del movimiento obrero. Durante la guerra activistas, sindicalistas, obreros que simplemente pedían el respeto de sus derechos fueron reprimidos, hostigados, torturados y asesinados. El clima de miedo y terror hizo que los sindicatos perdieran afiliados y apoyo: hoy el porcentaje de trabajadores inscritos a sindicatos es ínfima aunque el código del trabajo guatemalteco garantiza la libertad sindical.
Es así que los gobiernos guatemaltecos, junto con las empresas nacionales y extranjeras o transnacionales, tuvieron una grande iluminación: hacer de la escasa calificación de los trabajadores, de su pobreza, su necesidad extrema, y su vulnerabilidad no una desventaja en el camino para un desarrollo humano integral, que hay que combatir a través de inversiones en educación y formación, programas sociales y tutela efectiva de los derechos laborales, sino una ventaja. Mejor dicho, una ventaja comparativa útil para atraer y fomentar inversiones extranjeras y nacionales como las maquiladoras: gracias a la abundancia de mano de obra barata y no cualificada y gracias al miedo que los trabajadores todavía tienen en organizarse para mejorar sus condiciones, Guatemala puede atraer grandes cantidades de plantas donde se cumplan las fases productivas más simples y que requieren más mano de obra (ensamblaje, confección, etc.). El gobierno se empeñó mucho para facilitar aún más inversiones de este tipo, acordando a los inversionistas en el sector maquilador facilidades fiscales en la importación de insumos, en el procesamiento de éstos y en la exportación de las manufacturas.
Guatemala supo transformar problemas que, generalmente, afectan negativamente el desarrollo de un país en elementos que lo alimentan y lo fomentan. En vez de caros programas públicos en contra de estos difusos problemas, además insostenibles en una época en la cual a los estados se les recomienda restringir sus gastos en nombre del dogma neoliberal, Guatemala ha disfrutado de ellos para “volverse un país exportador”, como anuncian en los caminos guatemaltecos grandes carteles puestos por AGEXPRONT, la Asociación Gremial de Exportadores de Productos no Tradicionales.
La estrategia de Guatemala ha sido un gran éxito: las ventajas comparativas enumeradas y las facilitaciones fiscales han atraído en el país muchas maquiladoras, sobretodo en la industria de vestuario y textiles. En el octubre 2004 en Guatemala había 225 fábricas de confección, 44 empresas textileras y 276 de accesorios y servicios, con un total de 145,511 empleados.
Cuando fui a visitar VESTEX (Guatemala apparel and textile committee), la solícita empleada Claudia me contó, ilustrando con montañas de números, esta historia de suceso económico, el éxito de la industria maquiladora en Guatemala, gastando mucho tiempo en informarme de la contribución fundamental que las maquiladoras aportan al crecimiento del país en términos de exportaciones, PIB, empleo generado, etc.
En cambio, Virginia me contó otra historia. Su historia.
Encontrar trabajo en una maquila no había sido un problema; no le habían pedido requisitos, competencias específicas o determinados niveles escolares. Sólo ganas de trabajar y de contribuir, uniendo su esfuerzo a los de los empleadores, a hacer de “Guatemala un país exportador”; casi tiene un sentido patriótico esta consigna, aunque el dato que 166 de 225 empresas de confección tengan capital extranjero (sobretodo coreano) le quite mucho de su patriotismo...
Virginia tenía que trabajar 8 horas por días por un salario de 1440 quetzales mensuales (195 US$), más las horas extras que claramente eran voluntarias, aunque bien aceptos como prueba de buena voluntad; así le habían dicho. Virginia, sin muchas alternativas, claramente aceptó; el salario no alcanzaba a comprar tortillas y frijoles para ella y su hijito pero, por los menos, era una salario fijo y seguro.
Entonces entró en la maquila. Allí trabajaban más o menos 400 personas, en su mayoría mujeres. Los baños eran sólo 4 y, en estas condiciones, no era fácil hacer sus necesidades rápidamente como era requerido por la gerencia.
En una pizarra blanca, cada día, la gerencia escribía las metas de producción que había que alcanzar.
Virginia no rechazaba las horas extras porque no quería perder la confianza de la gerencia y porque necesitaba de ellas para lograr un pago mensual suficiente a sus necesidades de madre soltera; Virginia trabajaba, así, aproximadamente 13 horas por día y, sosteniendo este esfuerzo, estaba segura que a final de mes habría conseguido un salario satisfactorio. Llegó una temporada en la cual las metas fijadas en la pizarra blanca eran siempre más altas y su horario de trabajo alcanzaba las 16-18 horas por día. En estos días su hijo se enfermó y Virginia, un día, acabadas las ocho horas de trabajo, se despidió de su compañera de trabajo (con la que casi nunca hablaba para no atrasarse en el trabajo, aunque sus maquinas de coser estuvieran muy cerca, como las había puesto la gerencia para ahorrar espacio) y dejó su puesto para llevar el niño al médico. Un grito en un español imperfecto la paró, asustándola. La responsable coreana de su línea de producción la alcanzó preguntándole violentamente a donde quería irse; Virginia explicó su situación. Casi la coreana le pega, gritándole que si ella se iba, ya no tenía más que regresar al trabajo, y que estaban lejos de lograr la meta de producción diaria y que entonces nadie podía irse del trabajo. Virginia, asustada, regresó a su maquina, mientras todas las otras trabajadoras calladas y con ojos bajos seguían cosiendo, sin atreverse a mirar a la coreana. Su hijo, en casa de la abuela, seguía con su calentura.
Llegó el día del sueldo: 1600 quetzales. Las muchas horas extras trabajadas para alcanzar las metas de la pizarra blanca, incluso dejando su hijo con calentura sin atención médica, le habían rendido 160 quetzales. Virginia no podía creer y pensó hubiera un error, entonces fue a pedir explicaciones. El responsable de recursos humanos le confirmó que 1600 quetzales era su sueldo y, además, le mostró la renuncia al trabajo, firmada por ella, diciéndole que si acaso no le gustara el trabajo o lo considerara incompatible con sus necesidades personales, podía irse sin problema, naturalmente sin cobrar ninguna indemnización, dado que ya había firmado su renuncia que liberaba el empleador de toda obligación. Virginia no pudo decir mucho; le habían dicho que aquel papel era parte del contrato de trabajo y ella, no sabiendo leer muy bien, había firmado confiada. Hasta pidió disculpa cabizbaja y regresó a su maquina de coser.
Saliendo de la planta Virginia contó a sus colegas lo que le había pasado. Así que, hablando con ellas, supo que las horas extras venían pagadas no por hora sino a discreción de los empleadores, aunque fueran prácticamente obligatorias.
Después de pocos meses de trabajo, Virginia empezó a tener graves problemas de respiración; muchas colegas suyas tenían lo mismo y era claro que tenía que ver con la grande cantidad de pelusa y pólvora, residuos del trabajo hecho en la planta, que posaba sobre las maquinas y sobre todo en la maquila, dado que muy raras veces se hacía limpieza en la planta y no existían ventiladores. Virginia tenía que ir al Seguro Social, para averiguar sus condiciones de salud, entonces pidió el permiso y los documentos necesarios a la gerencia; otra vez, estuvo a punto de ser despedida y le negaron el permiso, acusándola de ser perezosa y de declararse enferma para no trabajar. En verdad la gerencia ni siquiera tenía los documentos necesarios de Virginia, porque nunca le habían pagado el seguro social, aunque le descontaran de su sueldo la cifra debida.
Virginia entendió que quejarse era peligroso. Por lo menos si fuera a quejarse sola. Entonces empezó a hablar con sus colegas para ver si ellas compartían los mismos problemas y buscaban una solución juntas; muchas colegas ni querían oír: les decían que si lo que ella quería era formar un sindicato, ellas no querían comprometerse porque era demasiado peligroso, que ellas preferían soportar las condiciones de trabajo antes que poner en peligro a ellas mismas y a sus familias. Virginia no entendía, poner en peligro, ¿por qué? Sus colegas le contaron que en unas maquilas, a quien quiso organizarse en sindicatos, le han hostigado y pegado. A una madre hasta le habían violado la hija, a otras amenazaron a familiares.
Virginia tenía miedo, miedo por su hijo; pero también sabía que en estas condiciones no había futuro ni para ella ni, tampoco, para su hijo. Entonces, al encontrar unas colegas más disponibles se hizo promotora de la organización de un sindicato en su maquila.
Virginia y sus colegas afiliadas al sindicato están despedidas; demandaron a las autoridades del trabajo guatemaltecas a la gerencia de la maquila, pidiendo ser reintegradas en su trabajo y están en espera de la sentencia. Además, en la maquila, de repente, ha nacido otro pequeño grupo de trabajadores que se opone al sindicato, afirmando que los sindicatos afectan los intereses de los trabajadores porque donde hay sindicato las empresas pierden órdenes de producción. La misma gerencia de la maquila ha organizado este grupo, llegando a pagar a unos trabajadores para que se integren y se opongan al sindicato. Para la gerencia no hay problemas en el trato y las condiciones de los trabajadores, como confirma el hecho que la empresa adoptó y cumple voluntariamente un código de conducta que garantiza determinados niveles de tutela de los trabajadores.
En Guatemala, a pesar de los esfuerzos hechos por varias federaciones sindicales, sólo en 3 maquilas existen sindicatos, en una la situación es muy difícil porque los trabajadores organizados fueron despedidos. Los tres sindicatos pertenecen a la federación sindical FESTRAS.
¿Podría ser la historia de Virginia, la historia de una mujer chiapaneca?
Probablemente si, sobretodo dentro de unos años.
Como no dejan de subrayar los políticos mexicanos, Chiapas comparte con Centroamérica muchas características y un plan de desarrollo de este estado mexicano no puede dejar de integrar también los vecinos centroamericanos. Chiapas, por ejemplo, comparte con Guatemala muchas de las ventajas comparativas que han sido fundamentales en la atracción de las maquiladoras; o sea, Chiapas tiene los mismos problemas que Guatemala ha convertido en supuestas ventajas: una numerosa mano de obra no calificada procedente, en parte, del campo (después que la invasión de los productos agrícolas estadounidenses y la crisis del café han expulsado a miles de campesinos) y que es la más barata de todo México, una escasa tradición de organización sindical.
El gobierno mexicano, junto con los países centroamericanos, ha lanzado, en los últimos años, planes de “desarrollo” como el Plan Puebla Panamá y el plan “Marcha hacia el Sur” que, otorgando facilidades y privilegios a los inversionistas y con la creación de infraestructura, prometen fomentar inversiones que aprovechen las ventajas de Chiapas; en relación a la escasa tradición sindical de Chiapas, en el sitio del gobierno de Chiapas, se puede encontrar una presentación del plan “Marcha hacia el Sur” (dirigida a los potenciales inversionistas) que propone, explícitamente, este dato como una ventaja para las inversiones en Chiapas, olvidando y atacando los derechos a la organización sindical de los obreros, garantizados por la constitución nacional y por los tratados internacionales de la OIT ratificados por México.
El número de las maquiladoras en Chiapas y en el Sureste mexicano ha aumentado mucho en los últimos años y la instalación de maquilas en esta área ha sido saludada por las máximas autoridades como el inicio de un nuevo desarrollo industrial.
México confirma, en relación a los proyectos de desarrollo del estado de Chiapas, una miope postura neoliberal; en vez de educar y formar la mano de obra local, de proteger la producción agrícola frente a las exportaciones estadounidenses, de fomentar una industria de alto valor agregado y capaz de determinar un verdadero desarrollo, en vez de cuidar la fundamental herencia cultural y social autóctona, ayudando su emancipación económica y social y su salida de un estado de pobreza y marginación plurisecular, México prefiere fomentar una industria, la maquiladora, que deja a los obreros en la pobreza y en la precariedad, que no genera relaciones positivas y fuerte con la industria local y en la que, meramente, se ensamblan y se confeccionan insumos importados, produciendo manufacturas destinadas al extranjero. La opción escogida por México no parece capaz de inducir un desarrollo humano integral, que fomente mejorías no solo en los índices macroeconómicos sino también en los reales niveles de bienestar y en el efectivo respeto de libertades y derechos de la población chiapaneca mestiza e indígena
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